PARRA, Teresa de la

PARRA, Teresa de laAutores
 

Seudónimo de la escritora venezolana Ana Teresa Parra Sanojo. 1889-1936. Nació en París. Su infancia transcurrió en una hacienda de caña en Venezuela. Después estudió y vivió en distintos países europeos. Siendo muy joven publicó cuentos y artículos. Su primera novela salió en 1924. Falleció en Madrid.


Las memorias de Mamá Blanca
Madrid: CSIC y otras instituciones, 1988; 126 pp., de las 292 pp. del libro completo; col. Archivos; edición crítica coordinada por Velia Bosch; ISBN: 84-00-06899-8. Nueva edición en Madrid: Castalia, 2002; 218 pp.; col. Biblioteca de escritoras; edición de Marina Gálvez Acero; ISBN: 84-9740-032-1. Otra edición en Createspace, 2016; 210 pp.; ISBN: 978-1522860785. [Vista de esta última edición en amazon.es]

La narradora cuenta, en una advertencia preliminar, su amistad infantil con una anciana, Mamá Blanca, que, al morir, le cede unos papeles con sus recuerdos. En ellos habla de su niñez en la hacienda Piedra Azul, de los recuerdos de sus padres y hermanas, del primo Juancho, del peón Vicente Cochocho, de la niñera Evelyn, del vaquero Daniel, del fallecimiento de una de sus hermanas y del traslado a Caracas de toda la familia.



La prosa de Teresa de la Parra se caracteriza por su claridad y por fluir con tanta naturalidad como ritmo musical. Sin más modismos locales que los propios de la molienda de la caña de azúcar, su narración tiene la soltura de una conversación amena, en la que se rememoran sucesos y caracteres con afectuosa ironía y un humor tierno. La intensidad y cercanía del relato inducen al lector a pensar con facilidad que tiene delante una obra autobiográfica, pero no es así, pues los hechos se desarrollan a partir de 1855, y los cinco años de la autora se cumplirían en 1894. Sin embargo, el marco ambiental sí hace referencia a la hacienda de su padre, situada en las afueras de Caracas.

En realidad, Las memorias de Mamá Blanca son como una sucesión de estampas de vida familiar de clase alta y de vida campesina tal como la observaban las niñitas-princesas de la hacienda. En ellas aparecen personajes tan singulares y atractivos como su niñera Evelyn, una mulata inglesa de la Trinidad, que «exhalaba a todas horas orden, simetría, don de mando, y un tímido olor a aceite de coco», y cuyos «pasos iban siempre escoltados o precedidos por unos suaves chss, chss, chss, que proclamaban en todos lados su amor al almidón y su espíritu positivista adherido continuamente a la realidad como la ostra está adherida a la concha». O como Mamá, una «romántica avanzada de la más pura estirpe», a la que «encantaban las flores artificiales, el terciopelo aunque hiciera calor, el crujido de la seda, y cualquier libro, prosa o verso, en donde las metáforas se ahuecaran unas tras otras muy ordenadamente, como se ahuecan los borreguitos de nube en los cielos azules del verano». O el primo Juancho, que sabía de todo pero pecaba por exceso de pensamientos y de elocuencia, «era como un tren en marcha o, mejor aún, era como un diccionario: la misma unidad parcial dentro del mismo deshilvanado general». O Vicente Cochocho, maestro en filosofía y ciencias naturales, tocador de maracas, médico, boticario, militar, agente de pompas fúnebres y lo que se tercie, un hombre bueno cuya «alma desconocía el odio», y que «siendo casi del mundo de los vegetales aceptaba sin quejarse las iniquidades de los hombres y las injusticias de la naturaleza».

La gran desobediencia

El recuerdo crítico hacia un padre distante asoma con dolorido sentido del humor: «Decididamente entre Papá y nosotras existía latente una mala inteligencia que se prolongaba por tiempo indefinido. En realidad no solíamos desobedecerle sino una sola vez en la vida. Pero aquella sola vez bastaba para desunirnos sin escenas ni violencias durante muchos años. La gran desobediencia tenía lugar el día de nuestro nacimiento. Desde antes de casarse, Papá había declarado solemnemente:

—Quiero tener un hijo varón y quiero que se llame como yo, Juan Manuel.

Pero en lugar de Juan Manuel, destilando poesía, habían llegado en hilera las más dulces manifestaciones de la naturaleza: Aurora, Violeta, Blanca Nieves, Estrella, Rosalinda, Aura Flor; y como Papá no era poeta, ni tenía mal carácter, aguantaba aquella inundación florida, con una conformidad tan magnánima y con una generosidad tan humillada, que desde el primer momento nos hería con ellas en lo más vivo de nuestro amor propio y era irremisible: el desacuerdo quedaba establecido para siempre.

Sí, mi señor don Juan Manuel, tu perdón silencioso era una gran ofensa, y, para llegar a un acuerdo entre tus seis niñitas y tú, hubiera sido mil veces mejor el que de tiempo en tiempo les manifestaras tu descontento con palabras y con actitudes violentas. Aquella resignación tuya era como un árbol inmenso que hubieras derrumbado por sobre los senderos de nuestro corazón».

Moisés contra D´Artagnan

La imaginación de la pequeña Blanca, o la categoría como escritora de Teresa de la Parra, se nutrió de las numerosas historias que le llegaron siendo niña: «De labios de Mamá surgían en variada sucesión: cuentos de hadas, relatos mitológicos, fábulas de Samaniego y La Fontaine, romances de Zorrilla, trozos de historia sagrada, novelas de Dumas padre y el tierno poema de Bernardin de Saint-Pierre, Pablo y Virginia. La pobre Mamá, que por su vida aislada y campesina era bastante “leída”, como suele decirse, echaba mano de cuanto su memoria tenía al alcance. Yo me encargaba luego de imprimir unidad al conjunto. En mis ratos de ensueño, al hacer revivir con entusiasmo los más notables hechos, invitaba a mis torneos espirituales a aquellos personajes que juzgaba más nobles e interesantes. Como nadie decía no, en mis libres adaptaciones se veía por ejemplo a Moisés vencido por d´Artagnan o a la dulce Virginia naufragando tristemente en el arca de Noé y salvada de pronto, gracias a los esfuerzos heroicos e inesperados de la Bella y la Fiera».


29 julio, 2010
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