Escritor uruguayo. 1878-1937. Nació en Salto. Después de una corta estancia en París, se trasladó a Buenos Aires. Luego vivió muchos años en las provincias argentinas del Chaco y de Misiones. Fue uno de los pioneros del modernismo. Falleció en Buenos Aires.
Cuentos de la selvaMadrid: Anaya, 2001, 12ª ed.; 224 pp.; col. Tus libros; ilust. de José María Lago; apéndice de Emilio Pascual; ISBN: 84-207-3419-5. Hay
edición en la red.
Ocho cuentos o fábulas, entre fantásticos y realistas, cuyos protagonistas son animales, y que se localizan en un escenario común: la selva de Misiones. Cada uno tiene un significado y un propósito, a veces explícito: el esfuerzo, el agradecimiento, la amistad, el trabajo, etc.
Los cuentos de mis hijosMadrid: Alfaguara, 1988; 96 pp.; col. Juvenil Alfaguara. ilust. de
Francisco MELÉNDEZ; prólogo de Ángel Rama; ISBN: 84-20445851; agotado.
Diez relatos cortos seleccionados entre los muchos que Quiroga escribió expresamente para niños, en revistas de la época y en un volumen para la enseñanza escolar titulado Suelo natal (1931). «Algunos de ellos son nuevas versiones, más simples, mejor adaptadas a la mentalidad y comprensión de los niños, de algunos de sus cuentos más famosos» (Ángel Rama). Es el caso, entre otros, de Anaconda.
En Los cuentos de mis hijos, Quiroga tiene un claro propósito pedagógico: quiere llegar al niño, enseñarle a desarrollar su fantasía, proporcionarle conocimientos, y transmitirle amor a la naturaleza y a la vida sin escamotearle las realidades del sufrimiento y la crueldad. En ellos, como en los demás cuentos, a Quiroga le importa, más que un estilo depurado, la energía, la fuerza expresiva, la economía de palabras: «Las rayas negras, paralelas y fatales del tigre»; «el cachorro Old atravesó el patio con paso recto y perezoso»… Sus descripciones son eficaces, casi físicas, y están repletas de colorido y de sabor. Véase un ejemplo de Yaguai, cuando «la sequedad del aire llevaba a beber al fox-terrier cada media hora, debiendo luchar entonces con las avispas y las abejas que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban, tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta y la enredadera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente las hormigas rubias». O el impresionante comienzo de Anaconda: «Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte, pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos». Y la extraordinaria pelea entre Anaconda y la cobra real: «Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados».
18 noviembre, 2009