Escritor argentino. 1914-1984. Nació en Bruselas. Estudió Letras. Ejerció como maestro rural cuatro años. Fue profesor de literatura francesa, viajó a París por primera vez en los años cincuenta y se quedó a vivir y trabajar allí como traductor. Influyente autor de relatos cortos. Falleció en París.
El perseguidorPublicado en el libro de relatos
Las armas secretas (1959). Madrid: Suma de Letras, 2001; 84 de 221 pp.; col. Punto de lectura; ISBN: 84-663-0360-X. Edición independiente en Barcelona: Libros del Zorro Rojo, 2014; 88 pp.; col. Illustrata; ilust. de José Muñoz; ISBN: 978-84-9416-454-5. [
Vista de esta última edición en amazon.es]
Un crítico de jazz parisino cuenta la vida de un genio del jazz, Johnny Carter, cuya vida se desliza irremediablemente por una pendiente de drogas y alcohol, en busca de un camino hacia ese otro mundo al que ha llegado algunas veces a través de la música: «toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se abriera al fin», dirá Johnny.
Muchos cuentos de Cortázar tienen el trasfondo de ser como un intento de averiguar cuál es la consistencia de la realidad y cuál es la relación entre arte y realidad, con frecuencia para señalar que el arte tiene algo de camino de salvación… En esa dirección, aunque para llegar a ninguna parte, va este formidable relato, inspirado en el legendario Charlie Parker, que habla de cómo a través de la sensibilidad artística Johnny intuye que hay un camino hacia el sentido: «Yo, un pobre diablo […], tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…». Y el narrador abunda en lo mismo: «No es posible que ser crítico de jazz sea la realidad porque entonces hay alguien que nos está tomando el pelo».
Eso sí, tanto Johnny como el narrador acaban bloqueados pues, para ellos, los medios de los que disponen acaban siendo su fin. Más sofisticadamente puede decirse que caen en la misma trampa que la mayoría de la gente: «El público no quiere nada de análisis musicales o psicológicos, nada que no sea la satisfacción momentánea y bien recortada, las manos que marcan el ritmo, las caras que se aflojan beatíficamente, la música que se pasea por la piel, se incorpora a la sangre y a la respiración, y después basta, nada de razones profundas». Y, en otro momento, se abunda en lo mismo cuando el narrador se lamenta de la pobreza de miras de muchos, que sólo desean «que la música salve por lo menos el resto de la noche y cumpla a fondo una de sus peores misiones, la de ponernos un buen biombo delante del espejo, borrarnos del mapa durante un par de horas».
Otro relato corto: Discurso del oso, ilustrado por Emilio Urberuaga.
2 febrero, 2006