Juan Martín el Empecinado

Autores de referencia: Pérez GaldósAutores de referencia: Pérez Galdós
 
Juan Martín el Empecinado

Novena novela de los Episodios Nacionales.

Al comienzo Gabriel de Araceli forma parte de las tropas mandadas por Juan Martín el Empecinado, lo que le sirve para contar sus acciones y las de otros guerrilleros que actuaban por libre pero que, a veces, se ponían a las órdenes del ejército regular. Contrastará el modo generoso de actuar del Empecinado —«un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, y fue desinteresado, generoso, leal, y no tuvo parentela moral con facciosos, ni matuteros, ni rufianes, aunque sin quererlo, y con fin muy laudable, cual era el limpiar a España de franceses, enseñó a aquellos el oficio»—, con el de otros como Mosén Antón Trijueque, un personaje atrabiliario que dirá de sí mismo que no cabe debajo de nadie ni ha nacido para la obediencia. En medio de sus aventuras, que incluirán aquí el caer prisionero de los franceses, un Gabriel ya muy asentado humanamente no pierde vista sus objetivos de liberar a Inés, en manos de su padre, que pretende llevársela con él a Francia, y procura transmitir serenidad a su madre después de un intento fallido: «Tengo la seguridad de que lo conseguiré. Señora, Dios está con nosotros; y si en la ocasión terrible que acaba de pasar no nos ha favorecido, es porque nos exige mayores y más nobles esfuerzos para merecer el galardón de su misericordia infinita. Señora condesa —añadí levantándome—, ánimo. Dios está con nosotros».

Pero lo que lleva el peso del relato, como dije, son las acciones de los guerrilleros, en especial de Trijueque. De él dice Gabriel que «era un gigante, un coloso, la bestia heroica de la guerra, de fuerte espíritu y fortísimo cuerpo, de musculatura ciclópea, de energía salvaje, de brutal entereza, un pedazo de barro humano, con el cual Dios podía haber hecho el físico de cuatro almas delicadas; era el genio de la guerra en su forma abrupta y primitiva, una montaña animada, el hombre que esgrimió el canto rodado o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia; era la batalla personificada, la más exacta expresión humana del golpe brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza». Su modo de actuar en medio de una batalla la describe así: «El brazo derecho del clérigo, armado de sable, era un brazo exterminador que no caía sino para mandar un alma al otro mundo. Detrás de él ¿quién podía ser cobarde? Su horrible presencia infundía pánico a los contrarios, los cuales ignoraban a qué casta de animales pertenecía aquel gigante negro, que parecía dotado de alas para volar, de garras para herir y de incomprensible fluido magnético para desconcertar. Un tigre que tomara humana forma, no sería de otra manera que como era mosén Antón».

Don Juan Martín era «un Hércules de estatura poco más que mediana, una organización hecha para la guerra, una persona de considerable fuerza muscular, un cuerpo de bronce que encerraba la energía, la actividad, la resistencia, la terquedad, el arrojo frenético del Mediodía, junto con la paciencia de la gente del Norte. (…) En el hablar era tardo y torpe, pero expresivo, y a cada instante demostraba no haber cursado en academias militares ni civiles. Tenía empeño en despreciar las formas cultas, suponiendo condición frívola y adamada en todos los que no eran modelo de rudeza primitiva y sí de carácter refractario a la selvática actividad de la guerra de montaña. Sus mismas virtudes y su benevolencia y generosidad eran ásperas como plantas silvestres que contienen zumos salutíferos, pero cuyas hojas están llenas de pinchos. Poseía en alto grado el genio de la pequeña guerra, y después de Mina, que fue el Napoleón de las guerrillas, no hubo otro en España ni tan activo ni de tanta suerte. Estaba formado su espíritu con uno de los más visibles caracteres del genio castizo español, que necesita de la perpetua lucha para apacentar su indomable y díscola inquietud, y ha de vivir disputando de palabra u obra para creer que vive».

Explica el narrador cómo «en las guerrillas no hay verdaderas batallas; es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son la sorpresa, y para que haya choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera calidad del guerrillero, aun antes que el valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras». En una ocasión pide disculpas al lector por su «puerilidad casi indisculpable» al detenerse a contar las hazañas de Trijueque, menos importantes sin duda que las de don Juan Martín, «pero yo quiero que aquí, como en la Naturaleza, las pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas, encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia».

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28 agosto, 2020
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