Cuarta novela de los Episodios Nacionales.
La batalla de Bailén, en la que el general Castaños hizo frente y derrotó a tres divisiones francesas, avivó mucho el sentimiento patriótico nacional pues fue la primera derrota que sufrió el ejército napoleónico en Europa. La novela contará con detalle cómo fue la batalla y, antes, la extraña composición del ejército español: «Se formó de lo que existía; entraron a componer aquel gran amasijo la flor y la escoria de la Nación; nada quedó escondido, porque aquella fermentación lo sacó todo a la superficie, y el cráter de nuestra venganza esputaba lo mismo el puro fuego, que las pestilentes lavas. Removido el seno de la patria, echó fuera cuanto habían engendrado en él los gloriosos y los degenerados siglos; y no alcanzando a defenderse con un solo brazo, trabajó con el derecho y el izquierdo, blandiendo con aquel la espada histórica y con este la navaja».
Pero, antes de llegar a ese punto, veremos a Gabriel y otros compañeros viajando hacia el sur para terminar alistándose como soldados de caballería del «pequeño pero brillante ejército de San Roque»: Gabriel esperaba encontrar a Inés en Córdoba y quería entrar en esa ciudad como soldado y no como un andrajoso vagabundo. Entre sus compañeros, que desempeñarán papeles importantes en el futuro, estarán un hombre algo mayor, un afrancesado llamado Luis de Santorcaz, que más adelante sabremos que es masón, y un joven aragonés de unos veinte años, Andresillo Marijuán, que «iba a servir de mozo de mulas a un pueblo de Andalucía, en casa de la señora condesa de Rumblar, su ama y señora, pues en las fincas que esta poseía en tierra de Almunia de Doña Godina, había nacido aquel mancebo». Más adelante conocerá al joven y pánfilo hijo de la condesa, don Diego, y a sus jóvenes, bondadosas y románticas hermanas, una destinada al claustro y otra al matrimonio, que, nos dirá el narrador, «las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello».
Este hilo de la novela sirve sobre todo para poner las bases de lo que ocurrirá en las posteriores y desplegar las intrigas familiares que se van urdiendo en torno a Inés. Importa más, por un lado, la descripción de la opinión pública nacional, en la que toman parte sabihondos de salón que se presentan como expertos conocedores de todos los secretos y que nunca son capaces de reconocer su ignorancia: «cesen las impertinentes preguntas que en vano amenazan el inexpugnable alcázar de mi discreción»; y en la que interviene la prensa de la época, que «reproducía despachos y noticias que remitían de todas partes. Dictábalas el entusiasmo y las devoraba la credulidad, y como nadie las discutía, el efecto era inmenso». A la vez, el narrador explica y se recrea en cómo se dio en aquel momento una creciente marea de patriotismo que lo acabó inundando todo y se tradujo en donativos de toda clase para equipar al ejército: «Aprended, generaciones egoístas. Leed las listas de donativos hechos por los gremios, por los comerciantes, por los nobles y hasta por los mendigos».
Por otro lado, lo fundamental está en todos los pormenores de la gran batalla. En primer lugar, por ejemplo, esta es la descripción que hace Gabriel cuando ve por primera vez al general Castaños pasando revista a las tropas: «Parecía tener cincuenta años, y por cierto que me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a caballo, y en sus modales y apostura había aquella gracia cortés y urbana, que tan común ha sido en nuestros Césares y Pompeyos».
Luego, he aquí un ejemplo de una intensa descripción de unos combates que presencia Gabriel: «El regimiento de Órdenes, uno de los más valientes del ejército, se arrojó sobre el enemigo con una impavidez que a todos nos dejó conmovidos de entusiasmo. Su coronel D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos, con el gesto de su mano derecha empuñando la espada que parecía un rayo, con sus gritos que sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados. La metralla y la fusilería enemiga se recrudecieron de tal modo, que casi toda la primera fila del valiente regimiento de Órdenes cayó, cual si una gigantesca hoz la segara»… Pero entonces los soldados imperiales «avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterradores, irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se baten mordiéndose con rabia, igualmente fuertes y que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir luchando».
Y otro ejemplo, pero esta vez de un combate que protagoniza el mismo Gabriel: «mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas: el noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de sobreponerle a la agudeza de su dolor, dio algunos botes; pero cayó al fin escarbando la tierra con furia. El desgraciado había recibido una violenta herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el cuello, parecía dar a entender que hallando un charco de agua en que remojar la lengua sus dolores serían menos vivos, y al fin se abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el campo, indiferente al ruido del cañón y al toque de degüello».
Al final, el narrador quiere conducir al lector a comprender que «España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, iba a probar, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las Naciones son invencibles». Y, también, a que reflexione acerca de los misteriosos designios de la Providencia: «Así los granos de arena pesan a veces como montañas en el destino de un ser humano, y lo que es gota de agua en el cauce de la generalidad, es río impetuoso en el de uno solo, o viceversa, según lo que nosotros llamamos antojos de allá arriba, y no es sino concierto sublime, que no podemos comprender, como no puede una hormiga tragarse el sol».
[Vista del libro en la Biblioteca Virtual Cervantes y en amazon.es]