Es interesante observar, decía Chesterton, cómo «el avance de la crítica de arte es un continuo retroceso; parecería que, de un modo extraño, está destinado a marchar perpetuamente hacia atrás, hacia períodos más y más antiguos. A comienzos del siglo XIX, los críticos habían aceptado, finalmente, la normalidad de los antiguos griegos. A fines del siglo XIX, los críticos ya estaban inaugurando la novedad de los antiguos egipcios. Para esta época, ya todos debemos estar familiarizados con distintas expresiones de admiración por el arte del hombre cavernícola, garrapateado en la roca con rojo y ocre, con un espíritu inconfundible y hasta distinción de dibujante; es el culto a lo prehistórico el que ha dado nuevo significado al culto de los primitivos. Pronto parecerá completamente natural hablar de la sofisticación modernizada y decadente de la Segunda Edad de Piedra, comparada con la civilización rica y bien equilibrada de la Primera Edad de Piedra.
Cuanto más lejos vayamos en nuestra exploración, más cosas encontraremos dignas de ser exploradas; y cuanto más nos acerquemos al verdadero hombre primitivo, más nos alejaremos del mono, y hasta del salvaje. Si esto es verdad aun cuando lo refiramos a la tremenda esfera de acción de toda la historia de la tribu humana, no debe asombrarnos que los hombres hayan hecho el mismo descubrimiento en torno a la elevada y completa cultura del cristianismo. La luz intensa del interés y la concentración artística ha estado desplazándose firmemente hacia atrás desde que era un niño. Recuerdo, vagamente, que, en mis primeros años, se tenía la impresión de una paradoja cuando se sostenía que la belleza arcaica de Botticelli podía considerarse con la misma seriedad que la terminación sólida de Guido Reni; cuando se decía que Ruskin seguía siendo revolucionario porque prefería la aurora del Renacimiento en el siglo XIV a las heces del Renacimiento en el siglo XVIII. Pero ahora, en épocas más cercanas, los artistas cada vez más parecen arqueólogos, en el sentido de que retroceden a lo que es aún más arcaico». («Giotto y San Francisco», El hombre común y otros ensayos sobre la modernidad)