El trampero es una larga novela que inspiró la película Las aventuras de Jeremiah Johnson que dirigió Sydney Pollack y protagonizó un joven Robert Redford en 1972. Su autor, Vardis Fisher, cuidó su ambientación antropológica e histórica y se recreó, tal vez en exceso, en cantar las bellezas de una naturaleza virgen y las maravillas de un estilo de vida que comenzaba a desaparecer. Al mismo tiempo, no se privó de contar con detalle numerosos comportamientos crueles de todos sus personajes: en este sentido conviene advertir que no son agradables bastantes de sus escenas.
La historia tiene lugar en un territorio extenso: las Montañas rocosas y sus valles. Su protagonista es Sam Minard y tiene 27 años al comenzar el relato, aunque luego el narrador recuerda que a los diecinueve años se había ido de casa, con la intención de volver, pero «en la ciudad fronteriza de Independence se había sentido fascinado por los relatos de Kit Carson y otros tramperos» y, cuando tuvo un encontronazo con un matón, huyó «como habían hecho muchos otros jóvenes antes que él». El autor construyó a su héroe a partir de rasgos e historias conocidas de tramperos y lo pintó como «un gigante, incluso entre los hombres de la montaña del Oeste americano. Sin los mocasines alcanzaba el uno noventa y tres de altura y sin ropa pesaba alrededor de ciento veinticinco kilos».
Después de unos episodios de presentación, la primera parte de la novela, dulzona y un tanto hollywoodiense, cuenta que Minard busca a una mujer india de la tribu Flathead para que sea su esposa y pasa un tiempo feliz con ella. Luego la deja sola para irse a cazar durante unos meses y, cuando regresa, encuentra su cadáver. A partir de ahí comienzan centenares de páginas con acciones de venganza despiadada contra los autores de su muerte, los Crow. Para Minard no hay contradicción alguna entre la crueldad que despliega, su gran amor a la música clásica, y su particular religiosidad natural. Así, antes de un ataque feroz de un grupo de tramperos contra los indios, el narrador escribe: «¡Qué maravilloso sería», pensó Sam, mirando el húmedo cielo oscuro, «si en el momento del ataque el Creador llenase el mundo con un atronador canto de venganza, con compases como los que abrían la Quinta!».
El relato tiene tramos de interés: los que narran acciones propias de la caza, los de observación del comportamiento de los animales, una larga expedición invernal que Sam ha de hacer al límite de sus fuerzas mientras recuerda las pruebas que pasó Job, las anécdotas legendarias de famosos «mountain men»… Son interesantes muchas observaciones sobre los modos de ser y comportarse de las distintas tribus indias, así como las observaciones que ayudan a comprender la situación: «las grandes empresas cazadoras habían corrompido tanto a los pieles rojas con el alcohol que la embriaguez, que él detestaba, campaba rampante por las postas; había guerreros pieles rojas tirados por todas partes, con sus negras miradas desenfocadas y con sus mentes obnubiladas por el alcohol hirviendo de malos propósitos».
Abundan, más que en Bajo cielos inmensos, episodios de gran violencia, entre los que destaca una expedición de castigo de un grupo de tramperos contra los Crow. El narrador explica que «aquel era un territorio para hombres, no para muchachos altos llamados hombres. Sam nunca había conocido a un indio, ni le habían hablado de uno, que hubiese pedido clemencia. La clemencia no era una palabra que existiese en su idioma»; e indica que «los pieles rojas torturaban por la pura satisfacción infernal de ver a un ser indefenso sufrir indescriptibles agonías. Era principalmente por esa razón por lo que los tramperos los detestaban y los mataban sintiendo tan poca emoción como si matasen mosquitos».
Ahora bien, y en esto se diferencia El trampero de Bajo cielos inmensos y se nota su condición de literatura popular, el lector sí acaba sintiendo simpatía por Minard. De él se nos dice que «lo que le hacía más infeliz eran las horas que tenía que dedicarle al sueño en una vida que, en el mejor de los casos, era breve. Creía que posiblemente el Creador les había dado el sueño a sus criaturas para que se despertasen con la mirada de la mañana y descubriesen el mundo de nuevo». Su amor a la naturaleza no es nada selectivo: «A Sam le encantaba la nieve tanto como la lluvia, los vientos, el trueno, las tempestades; a la gente que decía: “No sé cómo te puede gustar la nieve”, o “No sé cómo te puede gustar el viento”, la consideraba indigna de estar viva». Nunca sentía lástima de sí mismo, nunca temía que pudiera morir, «sólo se calentaba con las hazañas de valerosos hombres libres, la categoría de hombres a la que pertenecía».
Vardis Fisher. El trampero (Mountain Man, 1965). Madrid: Valdemar, 2015; 400 pp.; col. Frontera; trad. de Gonzalo Quesada Gómez; ISBN: 978-8477027287. [Vista del libro en amazon.es]