LAWSON, Mary

LAWSON, MaryAutores
 

Escritora canadiense. 1947-. Nació en Blackwell, suroeste de Ontario. Estudió Psicología en Montreal. En 1968 se instaló en Inglaterra. Asistió a clases de literatura después de casarse y tener dos hijos. A orillas de lago es su primera novela.


A orillas del lago
Barcelona: Salamandra, 2002; 256 pp.; trad. de Gemma Rovira Ortega; ISBN: 84-7888-788-1.

Crow Lake, un pueblo canadiense al norte de Ontario. El matrimonio Morrison fallece trágicamente y deja cuatro hijos: Luke y Matt, los mayores, y Kate y Bo, las pequeñas. A la vista de las nuevas circunstancias, Luke decide no ir a la Universidad para que su hermano Matt sí pueda ir, y para ser él quien se ocupe de cuidar a Kate y Bo. Es Kate quien, siendo una profesora universitaria de veintiséis años, cuenta cómo se las arreglaron, las tensiones que se produjeron, las heridas que han permanecido abiertas a lo largo de los años.



Transparente y fluida narración que, al principio, engancha con el drama que sufren los Morrison y, poco a poco, va desplazando su foco hacia el conflicto psicológico que arrastra la narradora. Los personajes están bien perfilados: el tranquilo y limitado Luke, que se crece ante los desafíos; el inteligente y apasionado Matt, que se ve arrastrado por los acontecimientos; la lista y reservada Kate, que todo lo ve y lo juzga; la pequeña y espontánea Bo. El ambiente del pueblo está definido con claridad, tanto en su vertiente de solidaridad vecinal, como en su otra cara de rudeza e incluso de salvajismo en los comportamientos dentro de algunas familias.

Pero, además de mostrar aspectos de la vida que se pueden deducir de lo anterior, el relato tiene interés desde otros puntos de vista. Uno es lo bien que describe una vida de niño en la que se aprende a observar con entusiasmo la naturaleza. Otro es cómo se nos hace notar que la narradora crece y vive con la convicción de que la vida intelectual en la que se ha embarcado es superior a la vida rural de su infancia y de quienes se han quedado atrás. Otro más es el descubrimiento final de que algunas opciones en la vida pueden parecer una lástima, porque supuestamente se abandonan otras posibilidades que parecían más brillantes, pero ese juicio es discutible y, en cualquier caso, de ningún modo son una desgracia.

No exteriorizarás tus emociones

Sin embargo, el principal tema de la historia es el estilo educativo que vivió la narradora y que, tal como se plantea en la novela, condicionó sus enfoques posteriores de la vida. Así, nos dice, «la moderación era la norma en nuestra casa, y las emociones, incluso las positivas, se controlaban firmemente. Era el Undécimo Mandamiento, esculpido en una tabla aparte y entregado únicamente a los presbiterianos: “No exteriorizarás las emociones”».

Al recordar cómo era el cariño de sus padres, su descripción es clarísima: «¿Nos querían? ¡Claro que sí! ¿Nos lo decían? ¡Claro que no! Bueno, eso no es del todo cierto: mi madre me dijo una vez que me quería. Yo había hecho algo malo (hubo una época en que yo siempre hacía algo malo), y ella estaba enfadada conmigo y dejó de hablarme durante lo que a mí me parecieron varios días, aunque seguramente sólo fueron unas horas. Al final, muerta de miedo, le pregunté: “Mami, ¿me quieres?” Ella me miró con gesto de sorpresa y respondió con sencillez: “Con locura”. Yo no sabía lo que quería decir con locura, pero debí de intuirlo, porque me tranquilicé al instante. Y sigo tranquila».

Y, más adelante, añade otros rasgos y señala una consecuencia: «Yo no provengo de una familia en la que la gente hable abiertamente de los problemas que surgen en sus relaciones. Si alguien hace o dice algo que te molesta no lo comentas. Quizá ése sea otro rasgo presbiteriano; si el Undécimo Mandamiento es “No exteriorizarás las emociones”, el Duodécimo es “No admitirás que estás disgustado”, y, cuando resulta evidente que lo estás, “No explicarás por qué, bajo ningún concepto”. No, no lo comentas y te tragas tus sentimientos, los obligas a permanecer en tu interior, donde pueden alimentarse y crecer, hincharse y expandirse hasta que explotas imperdonablemente, provocando el más absoluto desconcierto en quienquiera que fuese el que te molestó».

De todos modos, conviene señalar que nunca todo eso se ve como justificación de nada: «Yo creo en el libre albedrío y no niego la influencia de la genética y del entorno (¿cómo podría un biólogo negar eso?), y estoy segura de que estamos programados biológicamente para hacer muchas de las cosas que hacemos. Sin embargo, aun dentro de esos límites, creo que podemos elegir. La idea de que el destino nos dirige, y de que somos incapaces de oponer resistencia o alterar nuestro rumbo, me suena a excusa».


21 septiembre, 2012
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