PRIMERAS OBRAS DE CIENCIA-FICCIÓN
En lo que sigue señalaré por orden cronológico las obras de ciencia-ficción que considero más relevantes. Como esta clase de relatos son los que más rápido envejecen, por razones obvias, esta forma de presentarlos es particularmente apropiada. Al ser obras que se apoyan en avances tecnológicos, su público natural no puede ser infantil: los relatos infantiles de ciencia-ficción son siempre humorísticos, o juegan con un sentido ingenuo de lo maravilloso, y normalmente parece más acertado adscribirlos a la fantasía o a las aventuras de tipo fantástico. Además, por la dureza de sus contenidos, algunas obras que mencionaré no se suelen encuadrar dentro de lo la LIJ.
Hablar de viajes en el espacio y en el tiempo, de temores futuristas derivados de un uso inadecuado de la tecnología, de vida extraterrestre cuya llegada se teme o que ya está con nosotros y no lo sabemos…, entre otros temas posibles, son formas de intentar ver otras dimensiones de la realidad conocida. Y, desde los comienzos, fue un rasgo característico de la ciencia-ficción el de plantear temores humanos y encrucijadas éticas, normalmente de modo pesimista, de acuerdo con esa ley del progreso científico que dice que si las máquinas son mejores las masacres han de ser peores.
Esto se apuntó ya en la primera obra de ciencia-ficción: «Cuanto más me adentraba en la ciencia más se convertía en un fin en sí misma», dirá el doctor Frankestein (1818) de Mary Shelley cuando cuenta su historia: la de un científico que crea un monstruo dotado de razón, y de aspecto deforme, que, al no encontrar afecto ni siquiera en su creador, siembra el terror.
El autor decimonónico más relevante del género, Jules Verne, fue un gran narrador de la lucha del hombre por descubrir y domar la naturaleza, con una seguridad inconmovible en las posibilidades de la ciencia y la técnica modernas. En la robinsoniana La isla misteriosa (1874-1875) se cuenta la historia del Capitán Nemo, a quien Verne había presentado ya en Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-1870). Con obras como De la tierra a la luna (1865) y Alrededor de la luna (1870) inició el subgénero de los que narran viajes al espacio. Si hay relatos que narran un aprendizaje otros, como los de Verne, incitan al aprendizaje: sus héroes son sabios y nos admiran a todos con sus disertaciones científicas y con sus conductas rectas e intachables.
Unos años más adelante, Herbert George Wells publicó La máquina del tiempo (1895) y, con esa novela, comenzaron los viajes al futuro; El hombre invisible (1897) y La isla del Doctor Moreau (1896) y, con ellas, llegaron sucesores de Frankestein que nada tienen que ver con los científicos amables de Verne; La guerra de los mundos (1898) y, con su descripción de unos marcianos que aterrizan en Inglaterra y amenazan a la población obligando a la evacuación de Londres, empezaron las novelas de vida extraterrestre. Si Verne mima los detalles, Wells es más «práctico»: donde Verne hace cálculos, Wells inventa sustancias o máquinas que resuelven las dificultades.
En El mundo perdido (1912), el creador de Sherlock Holmes, Conan Doyle, noveló el viaje de unos exploradores a lugares desconocidos del Amazonas donde sospechaban que aún vivían animales prehistóricos. Uno de los expedicionarios era periodista, un elemento argumental que había utilizado ya Verne con alguna frecuencia y que será tan habitual en las novelas aventureras. Como es sabido, el tema y el título de la novela fueron literalmente copiados por Michael Crichton para una novela escrita en 1995.
Tanto en esos autores pioneros como en los primeros maestros de la ciencia-ficción se ven con claridad algunas características del género. Una, que no es tanto un género como un clima en el que pueden ambientarse novelas de aventuras, románticas, policiacas, o de lo que sea. Otra, que las novelas largas tienen problemas para durar en el tiempo: aunque sus autores obvien con soltura las explicaciones técnicas, por ejemplo eligiendo un narrador poco experto en cuestiones científicas, incluso las mejores se van quedando atrás enseguida, pues la concepción de cualquier sueño futurista se combina siempre con otras predicciones que, irremediablemente, pocos años después ya suenan antiguas o insuficientes . Y otra más, que la ciencia-ficción es un terreno propicio para plantear dilemas morales, con no poca frecuencia muy artificiales porque suelen discutir alternativas imposibles, pero que también son esclarecedores cuando alertan ante los peligros del mal uso de la ciencia y los riesgos de una sociedad deshumanizada.
Una primera distopía de un mundo dictatorial, que inspiraría mucho las posteriores, fue Nosotros (1921), del ruso Yevgueni Zamiatin, aunque por su tono más aséptico y su estructura más esquemática, se lee hoy mejor que sus continuadoras. El mundo de un ingeniero, integrado por completo en el sistema, se altera cuando conoce a una mujer y cuando resulta que descubre que a otras personas les ocurre lo mismo que a él. Pero, tal como dice a sus lectores el Periódico del Estado, aunque «los Guardianes descubren cada vez con mayor frecuencia estas sonrisas y suspiros», «no sois culpables, porque estáis enfermos. Y el nombre de vuestra enfermedad es: la fantasía», algo que se arreglará con una irradiación en el cráneo.
La siguiente utopía futurista es Un mundo feliz (1931), de Aldous Huxley. En ella se cuenta que todo el planeta está bajo un gobierno pacífico que ha eliminado la guerra, la pobreza, el crimen y la infelicidad. Su principal mérito es el de haber planteado algunas cosas con penetración y de haber acuñado expresiones que han pasado al lenguaje común. En el prólogo que puso a una reedición de su novela quince años después, el autor indicaba las carencias que veía ya en su obra pero señalaba que seguía vigente su punto central: en el futuro el problema de la felicidad, en el que trabajarán científicos y políticos, será «el problema de lograr que la gente ame su servidumbre» y, para eso, a medida que la libertad política y económica disminuya, la libertad sexual que concederán los poderosos irá en aumento.
Un relato algo arduo de leer hoy, pero cuyo núcleo de advertencia frente a la llegada del nazismo puede ser leído ahora como aplicable a otras amenazas, es La guerra de las salamandras (1936), novela del checo Karel Čapek, el inventor de la palabra «robot». El enfoque de la historia, sobre unos seres que se rebelan contra los hombres que los crearon, es particularmente lúcido pues plantea bien todo el barullo mediático y la inoperancia de los políticos ante una evidente catástrofe próxima.
En la misma época C. S. Lewis escribió la Trilogía de Ramson con la intención de fabricar una especie de parábola teológica. En la primera novela, Más allá del Planeta silencioso (1938), Ransom es secuestrado por un hombre de negocios y un científico, que lo conducen a Marte, o Malacandra, donde descubren a unos seres sin pecado original. En Perelandra (1943), Ramsom y el científico, Weston, vuelven a coincidir en Venus, donde luchan dialéctica y físicamente. En Esa horrible fortaleza (1945), Ransom encabeza la lucha de un grupo de personas contra unas fuerzas totalitarias que trabajan amparadas en un instituto tecnológico. El primero de los relatos introdujo la novedad en la ciencia-ficción de dibujar a los habitantes de otro planeta como seres bondadosos, y, antes de que fuera un frecuentísimo tópico en el género, se apuntó la idea, que Lewis usó luego en las Crónicas de Narnia, de los universos paralelos. En Perelandra brilla la riqueza y precisión del lenguaje del autor pero, desde un punto de vista estrictamente novelesco, le sobran alardes descriptivos. En la tercera, aún con ideas y escenas magníficas, falta control narrativo: se carga la mano en la presentación negativa de los malvados y se complejiza en exceso la historia.
Debido a su resonancia posterior es importante resaltar el valor de las obras ya citadas, por más que no estén del todo conseguidas o que por algún motivo sean costosas para lectores de hoy. Su impacto en nuestra cultura no se mide por la originalidad, la potencia imaginativa y la sabiduría literaria de sus autores, aunque sea grande, sino por los aciertos que cabe llamar proféticos. Esto queda patente cuando vemos que casi ninguna de las utopías futuristas posteriores a la de Huxley, y ninguna de las series de teología-ficción que luego han imitado la de Lewis, han tenido una resonancia equiparable a ellas.
En concreto, el peligro que parece más real hoy es el olvido y la irrelevancia que preveía Huxley para nuestra cultura y no tanto el fascismo que temía George Orwell en 1984 (1948). En esta obra se presenta un único estado totalitario en el que todo discurre bajo el ojo siempre vigilante del Gran Hermano; Winston Smith, funcionario del Ministerio de la Verdad, cuya misión es reescribir la Historia e inventar los héroes, se rebela y es sometido. De la obra de Orwell han quedado, sobre todo, algunos términos, como el de Gran Hermano, que hoy usamos ya como clichés.
En la misma tradición de las novelas que miran con preocupación la evolución de la sociedad, Ray Bradbury, quizá el autor con más proyección literaria dentro de la ciencia-ficción, logró relatos que atrapan por la brillantez de su estilo sugerente, como la colección de relatos cortos que componen Crónicas marcianas (1946), y como la novela-hito que fue Farenheit 451 (1953). En este segundo libro, situado en un futuro donde los libros están prohibidos y los bomberos provocan los incendios en vez de apagarlos, presenta bien la evolución moral de un protagonista que decide jugarse la vida en defensa de la libertad: una forma de abrir puertas a la esperanza.
El tema de los universos paralelos lo trató con amenidad pocas veces conseguida Fredric Brown en Universo de locos (1948), una novela que principalmente busca y logra entretener. El fallido intento de mandar un cohete a la luna termina con su explosión allí donde se hallaba Keith Winton, el director de una revista científica y, sin saber cómo, Winton llegará a otro mundo donde todo parece igual pero no lo es. Tanto el recurso de la explosión después de la cual todo ha cambiado, como el de trasladarse de un mundo a otro a través de los pliegues del espacio, serán elementos frecuentes en este tipo de historias.
Es ameno y tiene una espléndida intensidad Yo, robot (1950), una colección de relatos cortos de Isaac Asimov sobre la presencia, entre los hombres, de robots cada vez más sofisticados. Este libro, como las Crónicas marcianas de Bradbury, son buenos ejemplos de que los relatos cortos son los recipientes más apropiados para la ciencia-ficción, pues en ellos se pueden acentuar la sorpresa, la intensidad y la paradoja, y es legítimo y más fácil sortear las exégesis científicas arduas que siempre suelen restar credibilidad (para los entendidos) y agilidad (para los amantes de la narración).
Lo anterior se comprueba si recordamos El fin de la Eternidad (1955), la que algunos consideran la mejor novela de Asimov. La Eternidad es una organización paralela a la historia de la humanidad que nació el siglo 27 y duró hasta el siglo 70.000: sus componentes pueden viajar en el tiempo, saltando de siglo en siglo, para ir alterando el pasado de modo que todo vaya bien en el futuro. Es una narración centrada en el mundo interior del protagonista, Andrew Harlan, un tipo independiente que provocará cambios inesperados. Es curioso que la notable claridad narrativa del autor agrava el problema: los adelantos tecnológicos que imaginó como imposibles cuando redactó la novela sonaban tontos muy pocos años después.
No obstante, podemos encontrar una excepción a la regla de que los relatos cortos de ciencia-ficción son mejores y duran más que las novelas largas: Cántico por Leibowitz (1955-1959), de Walter Miller, una novela que merece ser llamada legendaria. Su argumento tiene tres partes: la primera se desarrolla seiscientos años después de la Tercera Guerra Mundial, cuando en el mundo quedan muy pocos documentos; la segunda sucede seiscientos años después, cuando la ciencia ha resurgido y se discute sobre la responsabilidad de los científicos; la tercera, otros seiscientos años adelante, comienza cuando la humanidad está volviendo a fabricar armas nucleares. Optar por ese fraccionamiento, por narrar a paso lento, por observar periodos de poca duración, por centrar el foco en pocos personajes, por evitar cualquier hondura de tipo tecnológico, son aciertos que dan a esta novela una textura particular que la diferencia de la inmensa mayoría del género. Comparte con esa mayoría, sin embargo, la poca confianza en la sensatez final de los hombres.
Entre las no pocas novelas de ciencia-ficción que tienen problemas de estilo y de estructura pero que, por sus acentos proféticos, podemos llamar extraordinarias, está Mercaderes del espacio (1955), de Frederick Pohl y C. M. Kornbluth. Su narrador y protagonista, el más joven de los jefes de una de las dos grandes compañías publicitarias que dominan el mundo, acaba cayendo en desgracia y haciendo frente a una vida real que desconocía. Fue la primera novela que planteó abiertamente la cuestión medioambiental, que hizo un enfoque certero de la preponderancia que tendrían las agencias de publicidad en el mundo y de cómo la publicidad, que al principio sólo trataba de vender productos manufacturados, «un trabajo de niños», en el futuro moldearía por completo las vidas y costumbres de la gente.
El autor de ciencia-ficción más leído en los años cincuenta fue Robert Anson Heinlein con una serie de novelas más o menos juveniles. Una fue Ciudadano de la Galaxia (1957), que se desarrolla en una sociedad intergaláctica comparable con… el antiguo Imperio Romano. Su joven protagonista-narrador, comprado siendo niño en un mercado de esclavos por un hombre que le adiestra e inculca un gran amor a la libertad, va en busca de su origen familiar. Otro libro jugoso de Heinlein fue Estrella doble (1956), una inteligente transposición al futuro de la decimonónica El prisionero de Zenda.
Tal vez sea excesivo decir que, llegados a los años sesenta, las nuevas novelas de ciencia-ficción no fueron más que variaciones sobre los mismos temas. Pero sí se puede afirmar que los mejores relatos fueron los que optaron por alguna novedad estructural que subrayaba bien la idea de fondo que se pretendía transmitir, o los que optaron por la sencillez argumental y ahorraron adjetivaciones barrocas y excesos descriptivos.
Entre los autores de referencia en las décadas de los sesenta y setenta destacó Arthur C. Clarke. En Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco (1957-1972) se contienen quince historias, todas excepto una contadas por un jactancioso personaje, un parroquiano de la taberna del Ciervo Blanco, lugar de reunión de científicos y escritores y editores de ciencia-ficción. Igual que dije a propósito de Asimov, aquí también se cumple la ley de que los cuentos de Clarke son muy superiores a sus obras largas. En ellos no pretende adoctrinar al lector sino simplemente ganárselo y divertirlo con unos acentos humorísticos que, básicamente, nacen de sacar consecuencias disparatadas de algunas posibilidades científicas o tecnológicas, e indirectamente, de tomarse a broma ciertos aspectos de la situación política del momento en que redactó estos relatos.
Es un relato inteligente La Nube negra (1957), la primera novela de Fred Hoyle, un respetado astrónomo. En ella se habla de una gran amenaza que se cierne sobre la Tierra: una enorme nube se interpondrá entre el Sol y la Tierra por lo que, al menos durante un mes, la Tierra no recibirá la luz del sol. Es magnífica la primera parte, que se desarrolla, paso a paso, con unos diálogos intensos y unas explicaciones claras sobre lo que ocurre y lo que, previsiblemente, puede suceder. La segunda, aun cuando la construcción narrativa y las conversaciones entre los protagonistas tienen altura, ya es más difícil de aceptar, y el punto que tiene de reinvidicación de la limpieza de los científicos frente a la torpeza de los políticos resulta poco equilibrado.
Entre los relatos más poderosos de la época está Flores para Algernon (1966), de Daniel Keyes, una novela en la que se alcanza una fortísima tensión emocional. Charlie, un chico retrasado, es sometido a una serie de experimentos para incrementar su inteligencia. A petición de los científicos, el mismo Charlie va escribiendo informes sobre la evolución de su mundo interior: después del tratamiento, Charlie enjuicia sus recuerdos de modo muy distinto a cómo los vivió en su momento. Esa narración tan hábil provoca una identificación muy fuerte con el protagonista y hace pensar al lector en la importancia de no instrumentalizar a nadie y de tratar a todos, siempre, como personas.
Una eficaz obra de ciencia-ficción juvenil fue La Trilogía de los Trípodes (1967-1971), del inglés John Christopher, que tiene algunas semejanzas con Farenheit 451 —gente que huye de la tiranía—, y con La guerra de los mundos —donde los marcianos invasores se desplazan en trípodes—. Son tres libros: Las montañas blancas, La ciudad de oro y plomo, El estanque de fuego. En un mundo paramedieval donde los hombres están sojuzgados por los Amos, un chico no acepta que le coloquen una Placa en el cerebro, como se acostumbra cuando llega una cierta edad, y se fuga para unirse a quienes luchan por la libertad.
Una novela que habla de cómo las actuaciones en el pasado pueden alterar el futuro, es Ahora y siempre (1970), de Jack Finney. Un dibujante publicitario, reclutado para participar en un proyecto gubernamental que intenta colocar hombres en determinadas fechas del pasado, viaja desde 1970 hasta 1882. La novela termina convirtiéndose en un relato descriptivo de la Nueva York del siglo XIX, pero esa misma reconstrucción meticulosa de lugares y ambientes, que contribuye a dar verosimilitud a lo imposible, nos hace pasar por alto que, según avanza la novela, los pasos entre presente y pasado se vuelven muy fáciles. En cualquier caso las piezas de la historia encajan bien y, ni por primera ni por última vez en el género, hay interesantes discusiones sobre la moralidad de si uno debe hacer todo aquello que técnicamente puede hacer.