32 – Primeros relatos policiacos.

 

PRIMEROS RELATOS POLICIACOS

Si es indudable que las novelas policiacas más clásicas no son infantiles o juveniles en su origen, no se puede negar que para muchos lectores jóvenes son o pueden ser un primer acercamiento a la literatura.

Hablaré primero de unas pocas novelas largas que, por algún motivo, se consideran fundacionales, luego de algunos relatos cortos que fijan sus rasgos, y después de algunas primeras y populares cultivadoras del género.

En general, en lo que tienen de novelas puzle, las historias cortas que se ciñen al tema sin multiplicar símbolos ni adornos son las más convicentes, como los pioneros del género sabían bien.

Hay quienes señalan Un asunto tenebroso (1841), de Honoré de Balzac, como la primera novela policiaca de la historia, por más que los acentos no carguen sobre la resolución del caso sino más bien en los aspectos políticos: el episodio sucedió cuando Napoleón pasó de primer cónsul a emperador y la novela muestra el enfrentamiento entre realistas y bonapartistas.

En cambio, otros recuerdan que Charles Dickens, en Casa Desolada (1853), fue quien primero introdujo un típico y sagaz inspector de Scotland Yard para descubrir, sabiamente, quién había cometido un misterioso asesinato. Podemos atribuir a Dickens también la creación del primer detective privado, un personaje secundario un tanto turbio llamado Nadgett a quien contratan para que, discretamente, siga el rastro de Jonas Chuzzlewit, en Martin Chuzzlewit.

Frente a esas opiniones, T. S. Eliot sostenía que la novela fundacional del género policial fue La piedra lunar (1868), de Wilkie Collins, por su planteamiento en el que hay varios sospechosos de un robo y varios detectives que chocan entre sí. De todos modos, aunque los misterios del argumento no fueron resueltos por ningún detective al uso, conviene conocer La dama de blanco (1859), la novela preferida del autor y, al igual que La piedra lunar, construida mediante testimonios, ordenados cronológicamente, de quienes han vivido los hechos.

Sin embargo, la mayoría de los aficionados piensa que fue Edgar Allan Poe quien abrió el camino al género con Los crímenes de la calle Morgue (1841), relato en el que Auguste Dupin fija el estilo de los geniales detectives cuya previsión ha de contar siempre con lo imprevisto. La simpar habilidad de Dupin queda de manifiesto en otro relato asombroso, La carta robada (1844), «una unidad artística perfecta» .

Al héroe de Poe le sucedieron los imaginados por autores folletinescos populares, como el francés Emile Gaboriau, que hizo aparecer al inspector parisino Lecocq en El expediente 113 (1867), y lo pintó como un personaje con implacables métodos analíticos y una enorme afición por el disfraz.

Pero el más famoso fue, y es, sin duda, Sherlock Holmes, a quien Arthur Conan Doyle introdujo con Estudio en Escarlata (1886). En esta novela debutaron los personajes y ambientes que luego tuvieron continuidad en tres novelas largas y en multitud de relatos cortos, en los que sobresalen el ingenio y la celeridad de Holmes —el «hombre que hizo del detectivismo una ciencia exacta»— junto con el estupor y la reverencia que su sagacidad provoca en su ayudante, Watson. La destreza de Doyle para levantar los armazones argumentales, y su estilo sobrio y directo para describir con exactitud los pasos de cada investigación y los entornos húmedos y los climas lluviosos donde Holmes se mueve como pez en el agua, hicieron que G. K. Chesterton reconociera estos casos detectivescos como los mejores que se habían escrito .

En su momento, una especie de detective francés que protagonizó muchos relatos y compitió en popularidad con Holmes, aunque tenía un comportamiento muy distinto y actuaba fuera de la ley, fue Arsenio Lupin, caballero ladrón (1907), un libro que reune varios casos del héroe creado en 1905 por Maurice Leblanc. En algunos el autor, como harán otros en el futuro, hace que Lupin rivalice con un supuesto Holmes.

Pero, en Francia también, el mejor y más permanente relato del momento, pues amplió un poco más el género, fue El misterio del Cuarto Amarillo (1907), de Gaston Leroux. Cuando se produce un intento de asesinato que no parece tener explicación, pues nadie pudo entrar ni salir de la habitación donde ocurrió, un joven periodista, Joseph Rouletabille, lo aclarará. Es una trama bien planificada, escrita a la contra de otras anteriores: el narrador dice, al principio, que ningún relato de Poe o de Conan Doyle se le puede comparar; su héroe también afirma que resulta primitivo el método de llegar hasta el criminal siguiendo sus huellas.

Añadió nuevas perspectivas G. K. Chesterton, autor de muchos relatos cortos entre los que destacan las cinco recopilaciones de casos resueltos por el Padre Brown, iniciados con la titulada El candor del Padre Brown (1911). Su protagonista, cuyo comportamiento y razonamientos chocan con lo esperado, polemiza con el cientificismo de Sherlock Holmes abiertamente y afirma que su secreto para desvelar lo sucedido es tan sencillo como verse a sí mismo capaz de cometer cualquier crimen. El paso del tiempo ha dejado claro que todos estos relatos tienen una calidad literaria y una profundidad por encima de los demás de la época, por más que no todos aprecian o entiendan igual su peculiar mezcla de misterio, humor y teología .

Otro autor que aportó algo más fue Edmund Clerihew Bentley, en Trent’s Last Case (1913). Para resolver el asesinato de un hombre de negocios que aparece muerto en el jardín de su casa, el detective Philip Trent reconstruye lo sucedido minuciosamente pero, al cabo del tiempo, descubre que las cosas no fueron exactamente así. Por primera vez el detective no era un ser infalible como sus antecesores, además de ser un aristócrata y periodista con aficiones artísticas y deportivas. Como en los casos chestertonianos, también en este tiene gran importancia el elemento «atmósfera» o la idea de que cualquier persona puede cometer un crimen pero hay determinados crímenes que una persona concreta nunca puede cometer.

Después de Holmes y Brown, llegaron los detectives de Agatha Christie, que publicó en 1920 el primero de sus numerosos libros: El misterioso caso de Styles (1920), donde figuraba Hércules Poirot. Tiempo más tarde la escritora declararía que su heroína preferida era Miss Marple, que apareció en Muerte en la vicaría (1930) y que siempre actúa en relatos cortos. Una característica básica de los relatos de Christie es que los crímenes y su resolución giran en torno a las motivaciones psicológicas y otra es que suelen tener unos argumentos-jeroglífico creíbles. Además, la autora sabe crear climas angustiosos en situaciones cotidianas, dibujar unos personajes contenidos —muy ingleses en todo su comportamiento, podríamos decir—, y mantener expectante al lector hasta la última página. Además de relatos protagonizados por sus principales detectives, que vivirán hasta bien entrados los setenta, Agatha Christie tiene otros sin ellos, de los que uno de los mejores es el intrincado Diez negritos (1939).

Entre otras autoras inglesas de la época y del género que se podrían citar añado a Dorothy Sayers y su obra más valorada: Los secretos de Oxford (1935). En ella, su héroe habitual, lord Peter Winsey, ha de investigar unos amenazadores mensajes en un college femenino. Es una novela inteligente, con otros hilos de interés, aparte del policiaco, como son el de las relaciones entre lord Winsey y la chica con la que desea casarse, y el de las interesantes consideraciones y discusiones que van surgiendo acerca de la educación universitaria de las mujeres en la época.

Otras escritoras valiosas de la misma época fueron Georgette Heyer, la inventora del competente comisario Hannasyde que resuelve los turbios casos que se dan en la alta sociedad londinense Muerte en el cepo (1935) y Aquí hay veneno (1936); Ngaio Marsh, cuyo inspector de Scotland Yard, Roderick Alleyn, aparece por primera vez en Un hombre muerto (1934) y Un asesino en escena (1935); y Margery Allingham, cuyo detective aristócrata Albert Campion interviene en El signo del miedo (1934) y El tigre en la niebla (1952).


31 julio, 2017
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