Con más motivo que cuando lo escribió Chesterton, hoy podemos decir que «las últimas décadas se han caracterizado por el cultivo intensivo de la novela futurista. Parecería que nos hubiéramos resuelto a no querer comprender el pasado y que nos inclináramos a enunciar lo que es aparentemente más fácil: aquello que habrá de ocurrir». «Este culto del futuro no solamente constituye una debilidad, sino también una cobardía de la época», pues así rehuimos la competencia que nos hacen nuestros antepasados y nos conformamos con un muro en blanco donde cada uno puede escribir su propio nombre todo lo grande que quiera. «Y el resultado de esta moderna actitud es realmente el siguiente: los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven a poner en práctica los viejos ideales. Miran hacia delante con entusiasmo porque les da miedo mirar hacia atrás». (Lo que está mal en el mundo)
En relación a eso se puede advertir que «el futuro no tiene vida porque, necesariamente, el futuro tiene que ser una especie de fatalismo. No puede prever la parte libre de la acción humana, sólo puede prever la parte servil. No se trata de que la predicción sea optimista o pesimista; se trata de la naturaleza de la predicción misma. La línea puede subir o bajar, con el optimista o el pesimista; la línea puede simplemente dar vuelta tras vuelta, con los que creen en la repetición y en la rueda del destino. Puede ser progresiva como una espiral ascendente o autorrepetidora como el vaivén de un péndulo. Pero la cuestión es que todos estos modelos deben ser matemáticos. Ninguno puede parecer un cuadro artístico. La cuestión es que todas estas líneas deben ser matemáticas; no pueden ser trazadas a voluntad como hace el dibujante. Sólo en el pasado encontramos el cuadro terminado, pues sólo en el pasado encontramos la libertad de líneas. En otras palabras, cuando miramos lo que hicieron los hombres, estamos mirando lo que hicieron por su propia voluntad. (…) Por eso la historia y aun la arqueología son intrínsecamente sorprendentes, porque en ambas de trata de estudios de una historia de sorpresas». («Sobre arqueología», Charlas)
De ahí que, a los «hombres ávidos de adelantarse a su propia época» que tanto abundan hoy, a los que se dedican con tanto afán a elogiar las novedades y se quedan atrás antes que nadie (George Bernard Shaw), a quienes llaman progreso al cambio continuo —y en esa situación están un cadáver que se descompone cada vez más, o un muñeco de nieve que se convierte en un charco—, Chesterton les advertía que «la única cosa en la que un progresista no puede confiar es en el futuro. (…) Si no le pone límites al cambio, puede cambiar tanto sus opiniones más progresistas como sus puntos de vista más conservadores» (El Pozo y los charcos).