Decía Chesterton que, al hablar del pasado más remoto, deberíamos recordar que, «estrictamente hablando, no sabemos nada de los hombres prehistóricos por la sencilla razón de que eran prehistóricos. La historia del hombre prehistórico es una evidente contradicción en los términos. Es ese tipo de sinrazón al que sólo los racionalistas pueden acogerse. Si a mil sacerdotes en su predicación se les ocurriera comentar que el Diluvio fue antediluviano, probablemente se suscitarían comentarios irónicos acerca de su lógica». (El hombre eterno)
Deberíamos tener en cuenta, también, que «no existe ninguna evidencia de que el gobierno primitivo fuera despótico y tiránico. (…) Si existe un hecho que realmente se puede probar, partiendo de la historia que conocemos, es que el despotismo puede ser consecuencia del progreso, de un progreso tardío, muchas veces, y, con más frecuencia, el fin de sociedades altamente democráticas. El despotismo se podría definir como una democracia fatigada. Cuando el cansancio se cierne sobre una comunidad, los ciudadanos se sienten menos inclinados a esa perpetua vigilancia, que con acierto se ha denominado el precio de la libertad, y prefieren colocar un único centinela mientras duermen». (El hombre eterno)
No estaría mal tampoco que pensásemos por qué, entre nosotros, «se desliza demasiado a menudo la pésima costumbre de usar los nombres de épocas pretéritas como términos ofensivos. Si algo no nos gusta, lo llamamos tribal, lo llamamos feudal, lo llamamos medieval, lo tachamos de digno de los Eduardos, lo tachamos de despótico, de oligárquico, de bárbaro o de militarista y hablamos de aristócratas y burócratas como si todas esas cosas fueran lo mismo y el mundo entero las padeciera a excepción de nosotros. Nos olvidamos del hecho evidente de que la mayoría de esas cosas no sólo no van unidas, sino que jamás podrían mezclarse. Es obvio que todo déspota trata de acabar con una aristocracia. Es obvio que toda aristocracia trata de acabar con un déspota». («Los pecados de los príncipes rusos», Lectura y locura)
En definitiva, tal vez deberíamos enfrentarnos con más valor y con más sensatez a nuestro pasado, primero, «porque el pasado está lleno de hechos que no se pueden pasar por alto; de hombres más sabios que nosotros y de cosas realizadas que no podríamos hacer nosotros» (George Bernard Shaw). Luego, porque la mejor forma de comprender las cosas es reconocerlas tal y como fueron: «No soy capaz de convencerme de admirar esa propuesta de que deberíamos cambiar algunos nombres como el de la Estación de Waterloo por delicadeza con los franceses. Si el recuerdo de una victoria nacional debe ser considerado como un insulto internacional, Francia misma debería disculparse ante todos los países de Europa. Un recuerdo de los vencedores no es un reproche para los vencidos» («El código de Napoleón», El color de España y otros ensayos).