Decía Chesterton que en nuestro mundo abunda «la adoración del éxito, esa cosa que no significa sino superar en algo a alguien. Puede significar la persona que más éxito haya obtenido en escapar corriendo de una batalla. Puede significar haber sido el más profundamente dormido de una hilera de hombres dormidos» («La prehistórica estación de ferrocarril», Enormes minucias).
Abunda también, junto con «la herejía del pesimismo», la «herejía gemela del optimismo», no tanto la de «un plácido y pacífico optimismo» como la de «una especie de insolente y opresivo optimismo», que dominó en su momento a Stevenson, y que se puede describir diciendo que «la reacción a la idea de que lo bueno fracasa siempre es la idea de que lo bueno triunfa siempre. Y de allí, muchos se dejan resbalar hasta el peor engaño: que lo que triunfa es bueno siempre» (Robert Louis Stevenson).
Sin embargo, y aunque sólo sea desde un punto de vista práctico, conviene advertir que quien «piensa mucho en el éxito es el sentimental más retrógrado pues siempre está mirando hacia atrás. Si sólo le gusta la victoria siempre llegará tarde a la batalla» (Lo que está mal en el mundo).
Además, conviene caer en la cuenta de que la táctica propia del político oportunista que actúa como quien «se aleja de los billares porque ha sido derrotado al billar» acaba siendo inoperante: nada debilita tanto «el propósito de trabajar como esta enorme importancia que se concede a la victoria inmediata», nada fracasa tanto como la búsqueda del éxito (Herejes).
Ahora bien, si a pesar de todo alguien desea seguir hasta el final esta senda hará bien en recordar a Voltaire cuando decía que para «tener éxito en el mundo no es suficiente ser necio, hay que tener también buenos modales». (Autobiografía)