Chesterton se lamentaba de cómo el poder corruptor de la riqueza infecta todos los estratos de la sociedad. Ya mencioné un artículo en el que hablaba de cómo la gente común tiende a caer en la tentación de una admiración vergonzosa hacia quien tiene una posición social alta («Dos policías y una moraleja», Correr tras el propio sombrero y Enormes minucias). También cité su comentario de que «una cosa es tolerar a los ricos porque son señores y otra tolerar a los despóticos porque son ricos». (Chaucer)
En otras ocasiones comparó al viejo adulador que daba por descontado que el rey era un hombre ordinario que actuaba extraordinariamente, con el adulador de hoy que da por descontado que es un hombre extraordinario y que, por eso, incluso las cosas ordinarias a su alrededor son interesantes. Se quejó del típico modo de adular periodístico, de aplicar a los poderosos calificativos como «modesto», apuntando que «si tenemos que elogiar el esplendor elogiémoslo como esplendor y no como simplicidad». («The Worship of the Wealthy», All Things considered)
En la misma línea denunció la falsedad de la presentación de la sencillez de los millonarios, que presumen de ser sencillos en las cosas sencillas como la comida, pero que son «fastuosos en las cosas fastuosas, especialmente en las pequeñas» (El hombre que sabía demasiado). Negó también «la teoría de que el escándalo de una situación es más castigo para el rico que para el pobre, cuando lo cierto es que cuanto más pobre es un hombre es más probable que tenga que echar mano de su vida pasada en toda ocasión en que requiera un lecho para dormir. Y es que «el honor es un lujo para los aristócratas pero es una necesidad para los porteros. Esta es una cuestión secundaria, pero es un ejemplo del principio general que presento: el principio de que se hace un gasto enorme de moderna ingenuidad en buscar defensa a la conducta». (Herejes)
Y, uniéndose a los satíricos de la época victoriana, atacó con ganas «la idea de que existían seres elegidos, inaccesibles a la tentación. Esto suponía una especie de jovial calvinismo. Ciertos tipos especiales, tales como el buen deportista, la dama inglesa, el franco e intrépido muchacho inglés (…), eran considerados, no como héroes que habían dominado las pasiones inferiores, sino como dioses que no podían haber sido tocados por la tentación. La fraseología de la época lo atestigua una y otra vez. Tales personas no eran inocentes de un crimen; eran “incapaces” de cometerlo. La corrupción política (…) era del todo imposible tratándose de quien ocupaba elevadas posiciones…» (Maestro de ceremonias)
Se reía del esnobismo de «novelita barata que describe al noble como un hombre que sonríe como Apolo o monta un elefante enloquecido» para señalar que «tales cosas pueden ser exageraciones de la belleza y el valor, pero la belleza y el valor son el ideal inconsciente de los aristócratas, incluso de los aristócratas estúpidos». Pero, continuaba, mientras el esnobismo de la mala literatura no es servil, el esnobismo de la buena literatura es el más servil de los servilismos: así como un «elogio puede ser gigantesco y demencial sin tener ninguna cualidad de halago mientras sea elogio de algo que perceptiblemente existe», otros elogios sí son claramente desmedidos. Por ejemplo: felicitar a la jirafa por su cuello es distinto de felicitarla por sus plumas. (Herejes)