Al menos en su origen, entre las series de aventuras fantásticas las hay netamente infantiles y otras claramente juveniles. Las primeras vienen a ser como películas de dibujos animados, algo que no importa mucho con tal de que todo esté bien escrito y más o menos bien resuelto. En las segundas es donde se aprecia más la factura que pasa la prisa: abundan las faltas de rigor y las simplificaciones abusivas, la estructura narrativa es poco sólida, con frecuencia se afirman estupideces con aires solemnes, en algunos casos también se recurre al tironcillo erótico.
Se aprecia que hay autores sin la necesaria preparación —literaria, intelectual y vital—, para dar solidez a los mundos interiores de sus personajes, o para que las consideraciones morales propias de situaciones extremas tengan un mínimo de coherencia.
Se ve que se intenta dejar claro que los héroes se juegan cosas importantes. Eso da solemnidad al lenguaje y conduce a los escritores a convertir los relatos en libros de autoayuda untuosa. Así, abundan los mensajes tipo «déjate guiar por el corazón», «debes encontrar el camino invisible», etc. (Aquí resuena El principito: «lo esencial es invisible a los ojos»… Pero se ve que no hay claridad mental en quien lo dice y en quien lo escribe. Yo al menos recuerdo muchas veces aquello del tipo que decía «no sé qué quiero decir pero quiero decirlo pese a todo».)
Es patente la búsqueda de la conexión con los éxitos del momento o, si se quiere, con todo ese público que ha consumido antes triunfos novelísticos como El nombre de la rosa, Los pilares de la tierra, El código Da Vinci… Así, abundan las sociedades secretas, los enigmas ocultos, los enemigos fantoches, etc.
En fin, no es extraño que algunos lectores jóvenes se sientan insultados y reaccionen con desprecio cuando alguien va y les regala un libro de estos y les dice que son literatura juvenil.