Cyrano de Bergerac

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Cyrano de Bergerac

Un libro que vale la pena leer si uno no lo ha leído y releer si uno lo ha leído hace tiempo: Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand.

Como es sabido, es una obra teatral escrita en verso con pasajes románticos, picarescos y divertidos, que se ambienta en la Francia de Richelieu. Su protagonista es Cyrano, uno de los mejores espadachines de París, uno de los mejores poetas de Francia, un tipo muy feo debido a su larga nariz, y uno de los seres más susceptibles e irritables del mundo. Para su tormento, está enamorado de prima Roxana pero ella lo está de un subordinado de Cyrano.

Quizá el pasaje que más me gusta sea el rechazo frontal de Cyrano a ser un adulador servil:

«…………….¿Y qué tengo que hacer?
¿Buscarme un valedor poderoso, un buen amo,
y al igual que la hiedra, que se enrosca en un ramo
buscando en casa ajena protección y refuerzo,
trepar con artimañas, en vez de con esfuerzo?
No, gracias. ¿Ser esclavo, como tantos lo son,
de algún hombre importante? ¿Servirle de bufón
con la vil pretensión de que algún verso mío
Dibuje una sonrisa en su rostro sombrío?
No, gracias. ¿O tragarme cada mañana un sapo,
Llevar el pecho hundido, la ropa hecho un harapo
De tanto arrodillarme con aire servicial?
¿Sobrevivir a expensas de mi espina dorsal?
No, gracias. ¿Ser como esos que veis a Dios rogando
—oh, hipócritas malditos— y con el mazo dando?
¿Y que, con la esperanza de alguna sinecura,
atufan con incienso a quien se las procura?
No, gracias. ¿Arrastrarme de salón en salón
hasta verme perdido en mi propia ambición?
¿O navegar con remos hechos de madrigales
y, por viento, el suspiro de doncellas banales?
No, gracias. ¿Publicar poniendo yo el dinero
de mi propio bolsillo? Muchas gracias, no quiero.
¿Hacerme nombrar papa en esas chirigotas
que en los cafés celebran, reunidos, los idiotas?
No, gracias. ¿Desvivirme para forjarme un nombre
que tenga de endiosado lo que no tiene de hombre?
No, gracias. ¿Afiliarme a un club de marionetas?
¿Querer a toda costa salir en las gacetas?
¿Y decirme a mí mismo: no hay nada que me importe
con tal de que mi ingenio se cotice en la Corte?
No, gracias. ¿Ser miedoso? ¿Calculador? ¿Cobarde?
¿Tener con mil visitas ocupada la tarde?
¿Utilizar mi pluma para escribir falacias?
No, gracias, compañero. La respuesta es: no, gracias.
Cantar, soñar en cambio. Estar solo, ser libre.
Que mis ojos destellen y mi garganta vibre.
Ponerme, si me place, el sombrero al revés,
batirme por capricho o hacer un entremés.
Trabajar sin afán de gloria o de fortuna.
Imaginar que marcho a conquistar la Luna.
No escribir nunca nada que no rime conmigo
y decirme, modesto: ah, mi pequeño amigo,
que te basten las flores, las frutas y las hojas
siempre que en su jardín sea donde las recojas.
Y si por suerte un día logras la gloria así,
no habrás de darle al César lo que él no te dio a ti.
Que a tu mérito debas tu ventura, no a medra,
y, en resumen, que haciendo lo que no hace la hiedra,
aun cuando le faltare la robustez del roble,
lo que pierdas de grande, no te falte de noble».

Edmond de Rostand. Cyrano de Bergerac (1897). Madrid: Espasa, 2000; 200 pp.; col. Austral; prólogo de Jaime Campmany, trad. de Jaime y Laura Campmany; ISBN: 84-239-9875-4.

 

27 mayo, 2010
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