Me ha deslumbrado el trabajo literario que hay detrás de Las luminarias, de Eleanor Catton. En esta reseña se indican bien parte de los motivos: la construcción narrativa es meticulosa —argumento con una estructura circular; división en doce partes, cada una de la mitad de extensión que la previa; uso de los significados del zodiaco de una forma coherente sin que, por ese motivo, se lastre la lectura de quien no los conozca ni la cuestión le importe—, y el estilo con el que todo se cuenta es limpio —frases bien medidas, descripciones perfectas, precisión detallista en cualquier tema que se toque—.
1866, Hokitika, una joven ciudad con minas de oro en la costa oeste de la Isla Sur de Nueva Zelanda. Todo comienza cuando el recién llegado Walter Moody acaba en medio de una reunión secreta de doce prohombres de la ciudad que desean discutir algunos acontecimientos: la extraña muerte de un minero y el descubrimiento en su casa de unas grandes cantidades de oro de origen misterioso, la no menos sorprendente desaparición de otro minero rico y los también curiosos acontecimientos en torno a una prostituta. Se despliegan entonces los hechos tal como los han vivido cada uno de los personajes —aunque con intromisiones del narrador para, pongamos por caso, «reproducir la historia [del chino Sook Yongsheng] de una manera fiel a los acontecimientos que quería revelar, más que al estilo de su narración»— y se descubre que Moody también ha visto algo extraño en el barco en el que ha llegado a Hokitika. De un modo que cabría llamar teatral, esos y otros personajes van entrando y saliendo de escena y el relato una y otra vez va y viene entre el presente y el pasado.
Se puede leer la novela como un largo relato costumbrista o histórico, por lo que tiene de reconstrucción cuidadosa del ambiente propio de una ciudad enfebrecida como Hokitika: minas, buscadores, navieras, hombres de negocios, campañas electorales, políticos, establecimientos de distinto tipo, fumaderos de opio, traficantes… No faltan tampoco páginas dedicadas a personajes maoríes y chinos, que dan idea de sus formas de afrontar la vida y de relacionarse con los occidentales, ni reflexiones de cierto interés acerca de tanta gente que huye pues, dice uno, «si el hogar no puede ser el lugar de donde uno es, entonces es lo que uno hace del lugar al que va».
Se puede leer, también, como una novela folletinesca y policial de tipo puzle, al modo de los relatos del género que fabricaron Wilkie Collins y también Dickens. Esos y otros autores están en el fondo de la historia, que tiene mucho de pastiche y parodia de las novelas decimonónicas. En muchos momentos la narración avanza por medio de interrogaciones: «¿Qué había dicho Balfour unas horas antes? ¿”Una sarta de coincidencias no puede ser una coincidencia”? ¿Y qué era una coincidencia, pensó Moody, sino un momento detenido en una secuencia que todavía estaba sin explicar?».
Es extraordinariamente característico el narrador, exacto y nada dubitativo en sus apreciaciones. Por ejemplo, de un clérigo dice que algo típico suyo era «no atribuir una motivación precisa a los actos de dudosa integridad y que, por el contrario, prefiriese alimentar una especie de distraída confusión en torno a sus motivaciones consideradas como un todo». O bien, de otro personaje afirma que «conocía el poder latente de la oscuridad (poderoso, porque suscitaba la curiosidad ajena) y sabía elaborar muy buenas estrategias para ejercerlo, pero se esforzaba en mantener oculto ese talento».
O un comentario como este: «Observamos que uno de los grandes atributos de la discreción es que puede enmascarar todas las variedades más comunes y simples de la ignorancia, y si algo podía destacarse de Walter Moody era su extremada discreción». Del mismo personaje se asegura que tenía un defecto propio de gentes inteligentes: «tendía a considerar el don de su intelecto como una suerte de licencia cuya exclusiva autoridad le protegía, en toda circunstancia, de obrar mal. Consideraba que sus obligaciones morales eran de una modalidad completamente distinta a las de los hombres de menor categoría, y en consecuencia rara vez sentía vergüenza o escrúpulos, excepto en términos muy generales».
Por tanto, no es una novela exactamente popular: leerla requiere un cierto esfuerzo y, por supuesto, bastante tiempo. Compensará mucho a quien, siendo ya buen lector, desee leer para evadirse sin más, o a quien esté interesado en cuestiones constructivas y de lenguaje. Lo anterior quiere decir que no tiene, ni de lejos, la potencia de fondo de obras como El jilguero —una novela con la que se la ha puesto en paralelo por su extensión y haber sido publicadas casi a la vez—.
Si hubiera que indicar un punto básico que la novela subraya sería el de la necesidad de las muchas perspectivas para llegar a conocer la verdad de las cosas. Cuando, en la primera parte del relato, a Walter Moody le hacen notar lo que ocurrió, uno de los presentes le dice que tal vez lo que le han contado sea «un poquito más de lo que esperaba» y otro puntualiza que «siempre es así, cuando se dice la verdad».
Eleanor Catton. Las luminarias (The Luminaries). Madrid: Siruela, 2014; 806 pp.; col. Nuevos Tiempos; trad. de Celia Montolío; ISBN: 978-84-16208-32-6. [Vista del libro en amazon.es]