He leído varias novelas de Anthony Horowitz pero, aunque me parece un buen escritor, con el oficio narrativo y el dominio de los recursos propios de la fantasía de muchos autores ingleses, ninguna me ha entusiasmado, tal vez porque me acaban resultando relatos artificiales. Un ejemplo es Stormbreaker, el thriller sobre una especie de James Bond adolescente llamado Alex Rider, del que se hizo una película hace ya un año o más.
Sin embargo, rescato un párrafo de esa novela que, a mi juicio, ejemplifica bien varias cosas que un buen narrador no ha de perder de vista: cómo introducir al lector dentro de la mente del protagonista, cómo decirle que la novela que tiene delante es más que una novela, cómo conectar el relato con clásicos de aventuras que muchos lectores conocen bien, y cómo hacer avanzar eficazmente la historia. La escena se desarrolla cuando Álex ve a unos hombres en la costa: «Cada vez más curioso, Álex se deslizó hacia allí y encontró un lugar en el que ocultarse, tras una agrupación de rocas. Parecían estar esperando un barco. Miró al reloj. Eran exactamente las dos en punto. A punto estuvo de echarse a reír. De haber dado a aquellos hombres pistolas de chispa y caballos, casi hubieran podido salir de un libro juvenil. Contrabandistas de la costa de Cornualles. ¿Sería eso a lo que se dedicaban? ¿Esperaban cocaína o marihuana procedente del continente? ¿Por qué estaban allí en mitad de la noche?».
Anthony Horowitz. Stormbreaker (2000) Madrid: Edaf, 2006; 242 pp.; trad. de José Antonio Álvaro Garrido; ISBN: 84-414-1721-0.