Así como El secreto del fuego me pareció excelente, no puedo decir lo mismo de Jugar con fuego, relato en el que Henning Mankell continúa la historia de la misma protagonista. Esta vez, Sofia habla de sus deseos amorosos, del SIDA que contrae su hermana, del hombre llamado Bastardo que quiere quitarles las tierras, de lo que piensa sobre distintas cosas. El relato tiene tramos buenos y escenas conseguidas, pero, en mi opinión, no sólo le falta solidez sino que incluso sus buenas intenciones lo hacen artificioso.
Sin entrar en detalles lo explicaría del siguiente modo: confío en Mankell cuando cuenta las andanzas y los problemas existenciales de un policía sueco como Kurt Wallander; también cuando muestra los conflictos interiores de un niño sueco de los años cincuenta y no intenta ser más poético de la cuenta; también cuando usa sus cualidades de narrador, como en El secreto del fuego, y muestra de modo contenido el sufrimiento interior de la protagonista. Sin embargo, para entrar a fondo en los pensamientos y ansiedades de personas de culturas y ambientes muy distintos al propio, pienso que es preferible acudir a quien conoce las cosas de primera mano, y que además no contempla la realidad con los filtros europeos típicos de la condescendencia o de la ideología o del pensamiento dominante. Desgraciadamente no son muchos los escritores africanos que conozco, pero algunos sí: ya he incluido a la keniana Margaret Ogola y El río y la fuente, al sudafricano Alan Paton y Llanto por la tierra amada; y hoy añado al guineano Camara Laye y El niño africano.