Para los interesados en Stevenson son importantes los trece capítulos cortos que su hijastro, Lloyd Osbourne, dedicó a contar su relación con él. Cada uno se sitúa en un lugar determinado y en un momento de la vida del autor y su padrastro. El título de cada texto indica la edad que tenía Stevenson entonces. El primero, cuando tenía 26 años, recuerda el día y las circunstancias en que Lloyd Osbourne, siendo un niño, le conoció. El penúltimo corresponde a cuando Stevenson tenía 43 y vivía en Vailima establemente. El último, titulado «La muerte de Stevenson», es más largo que los anteriores y narra los sucesos de ese día y el entierro en la cumbre de una montaña, como era su deseo.
El autor muestra que Stevenson era una persona optimista y llena de buen humor. Recuerda que, para un niño como él, era el mejor compañero de juegos posible: «normalmente, dar un paseo con él era una gran placer y un acontecimiento lleno de imaginación. De repente podía creer que era un pirata, o un piel roja, o un joven oficial de la marina con informes secretos para un famoso espía, u otra farsa similar y estremecedora». Cuenta cómo dedicaban tiempo a representaciones teatrales de juguete, preparando juegos muy elaborados que duraban semanas: señala que llegó a tener hasta seiscientos soldados de plomo en miniatura y apunta que «jugábamos con tanta ilusión e intensidad que incluso ahora me emociono al recordarlo».
Dice que a Stevenson le encantaban la charla, el debate y la discusión: para él eso «era refrescante, le levantaba el ánimo, y llegaba a casa con ojos brillantes y buen apetito». Subraya cómo «su trabajo era lo primero, era lo que animaba todos sus pensamientos, era el arrollador júbilo y la pasión de su vida»; también apunta cuánto le gustaban los elogios a lo que había escrito. Le describe como el hombre más razonable en cualquier discusión pero recuerda una ocasión en la que alguien le criticó por la forma liberal en cómo estaba educándole a él y entonces respondió enérgicamente: «ya no soporto esa enseñanza de cuento de hadas que hace de la ignorancia una virtud».
Hace comentarios jugosos sobre algunas obras de Stevenson. Dice que a Stevenson El club de los suicidas le gustaba pero no lo consideraba importante, incluso llegó a pensar si, cuando se publicó en forma de libro, no dañaría su reputación; que tenía una actitud de indulgente indiferencia hacia Jardín de versos para niños; que algunos capítulos de Príncipe Otto fueron escritos al menos siete veces… Por supuesto, habla con detalle de los pormenores de las colaboraciones novelescas entre él y Stevenson. Podemos suponer que, tal vez, las cosas no fueron exactamente como las cuenta pero, en cualquier caso, queda clara la bondad y disponibilidad de Stevenson para enseñarle y para sacar partido al trabajo que le presentaba Lloyd Osbourne.
Otro de los puntos que trata es el de las enfermedades de Stevenson —en las que dice que tuvo gran influencia su madre, hipocondríaca y obsesionada con la lectura de revistas médicas—. Afirma que «nunca quiso mimarse a sí mismo o conformarse con la enfermedad si podía evitarlo. Con su habitual énfasis y determinación decía:
—¿Oh, demonios, qué importa? Permíteme morir con las botas puestas.
Para mí siempre ha sido una gran satisfacción lo que hizo. Mientras le desataba las botas cuando yacía muerto, recordé de forma muy conmovedora ese reiterado comentario suyo. Intrépido hasta el final, se había cumplido su deseo, que era símbolo de mucho más».
Lloyd Osbourne. Un retrato íntimo de R. L. S. (An Intimate Portrait of R. L. S., 1924). Edición que también contiene Los colonos de Silverado, de R. L. Stevenson. Madrid: Valdemar, 1993; 100 de 194 pp.; trad. de Miguel Hernández; ISBN: 84-7702-075-2.