SENTIMENTALISMO ● Los otros lados de las cosas

 
SENTIMENTALISMO ● Los otros lados de las cosas

Los otros lados de las cosas

La función de los mediadores más cercanos entre los libros y los jóvenes, padres y profesores sobre todo, se puede describir diciendo que han de saber orientar hacia los mejores libros, y procurar que a los destinatarios concretos les lleguen los libros más apropiados para ellos. Y la otra cara de la moneda es despejarles un poco el camino para que puedan elegir mejor: aportarles los recursos que, llegado el caso, les permitan detectar las líneas de quiebra de las ficciones de menos calidad.

Quizá la dificultad mayor para esto último es que, si casi todos perciben que la falla estructural básica de la literatura infantil y juvenil (LIJ) está en el sentimentalismo, muchos se dan cuenta demasiado tarde de hasta qué punto es cierto, en este terreno, aquello de que todas las cuñas tienen aristas delgadas. Y es que adquirir en los años jóvenes una percepción sentimental de la realidad, que al fin es una cierta incapacidad de ver los otros lados de las cosas, acaba teniendo consecuencias trágicas: como comenta Stuart Little, el ratoncito creado por E. B. White, es demoledor ignorar que «el veneno es perjudicial desde el punto de vista de las ratas».

Una piedra es siempre una piedra

Afirma Chesterton que un supremo defecto sentimental es conmoverse por las asociaciones de palabras en lugar de conmoverse por las realidades e ideas que hay debajo. Esto puede suceder en las dos direcciones: unas personas vibran y otras enferman cuando oyen hablar del amor de las madres o del encanto de los niños. En ambos casos se da una destemplanza de la sensibilidad, pues también el antisentimentalismo de los desdeñosos es otra forma de sentimentalismo, afectado y rígido, que antepone las palabras a los hechos.

No hay nada de superficialidad ni de debilidad en reconocer la importancia de las emociones o en mostrar los sentimientos. Pero nuestro sistema nervioso está construido de tal manera que lo que se hace corriente rápidamente se vuelve trivial. Cuando eso sucede las emociones se agotan pero la materia no: el centésimo rayo de sol es tan brillante como el primero, el centésimo niño asesinado por el rey Herodes fue un caso tan patético como el primero. La repetición, que condiciona algo subjetivo como tener o no unas actitudes sentimentales, no está en relación con la realidad de las cosas que se repiten, que son hechos objetivos.

El sentimentalismo es, pues, un pecado contra la realidad que ocurre cuando exageramos un sentimiento, en ocasiones un sentimiento verdadero, en detrimento de alguna cosa igualmente real que también tiene sus derechos. Una forma común bajo la que suele aparecer es la de querer disfrutar de dos cosas opuestas a la vez, la de intentar combinar una realidad y una falsedad en el mismo acto: no en reconocer el sentimiento como un hecho positivo, sino en que, al hacerlo de modo excesivo, se destruyen o se deforman otros hechos.

El toque creador del guionista de cine

El mismo Chesterton señala como ejemplo de lo anterior el desenlace de una obra excelente como es Peter Pan. James Barrie pone a Peter Pan en la encrucijada de tener que decidirse por dos cosas diferentes: llegar a ser normal con Wendy o permanecer inmortal sin ella. Era la bifurcación del camino y ni siquiera en el país de las hadas se puede pasar por dos caminos a la vez. Aquí el error del sentimentalismo está en el compromiso que se sella finalmente, por el cual Peter Pan quedará libre para siempre pero se reunirá con su amiga mortal una vez al año. Como la mayoría de los compromisos prácticos, es la menos práctica de todas las posibles vías de acción, pues cuando Wendy tenga noventa años a Peter Pan le habrá parecido que ha pasado media hora…

Podemos fijarnos también en tantísimas ficciones tiernas que pueden llevar a olvidar a los pequeños lectores o espectadores (y a los no tan pequeños) que cualquier hombre merece siempre mucha más consideración que cualquier animalito. Seymour, el protagonista de la novela de Salinger Levantad, carpinteros, la viga del tejado, dice a su novia Muriel que «somos sentimentales cuando le concedemos a una cosa más ternura de la que Dios le otorga». Y, para dejárselo más claro, añade: «Sin duda Dios ama a los gatitos pero probablemente no calzados con botitas de tecnicolor. Les deja ese toque creador a los autores de guiones cinematográficos». El sarcasmo del escritor norteamericano da en el clavo: el amor que merecen los gatitos no depende de sus botitas o de cualquier aditamento que los haga simpáticos. Colocar los sentimientos en su sitio empieza por intentar dar a cada ser su verdadero valor, y esto requiere distinguir entre los sentimientos y las realidades de las que brotan, que son precisamente a las que deben apuntar esos sentimientos. Pero esto se ve mejor con ejemplos que muestran con más claridad lo que está en juego.

Selección de momentos favorables

Uno lo encontramos en las novelitas terapéuticas que tratan sobre separaciones y nuevas uniones de parejas explicándoles a los niños la bondad de la fórmula «para que tú seas feliz es mejor que lo sea yo primero». Quien considere al niño como la parte más débil, algo que parece obvio, reconocerá como sorprendente que sean los adultos quienes soliciten ayuda y comprensión a sus hijos. La experiencia demuestra, por otra parte, que la recuperación emocional del niño no es ni mucho menos la que se cuenta en esas ficciones infantiles o juveniles que simplifican asuntos que se deberían tratar siempre con exquisito cuidado. Es patético (además de ser tramposo) sustituir el sentimentalismo antiguo del «se casaron y vivieron felices y comieron perdices» por otro, igualmente rosado pero menos creíble y aún más voluntarista, de «después de divorciados por el hada madrina, el príncipe y la princesa fueron felices y comieron perdices».

Otro ejemplo, previo al anterior y el primero en el que normalmente piensa cualquiera que oye hablar de sentimentalismo, es el que ofrecen esas «ficciones que hablan de una felicidad ideal al modo descrito en Las mil y una noches, en la que se nos invita a pasar del trabajo y las discordias de la calle a un paraíso donde todo se nos da y nada se nos exige», como dice George Eliot en Middlemarch. Y entre los relatos juveniles abundan los que no hacen notar cómo el comportamiento del presente condiciona la felicidad del futuro, que no señalan que una relación de noviazgo ha de llevar a calibrar cualidades y condiciones a la vez, que querer es tanto comprender como exigir lo mejor sin miedo a la ruptura… Son ficciones que fomentan lo que luego ellas mismas cuentan: que se formen parejas que se unen y se casan con inconsciente desenvoltura, que haya cada vez más «chicas y chicos enamorados de un conjunto de cosas agradables» que luego, cuando llega la vida real, son sustituidas «por molestos detalles cotidianos con los que resulta necesario convivir de hora en hora, sin la posibilidad de flotar, atravesándolos, mediante una rápida selección de momentos favorables», de nuevo según otra magistral descripción en Middlemarch.

No hará más que salvajadas

Acostumbrados como estamos a vivir en un mundo ultrasentimental, todos tendemos a olvidar que perdemos claridad mental si no hacemos un esfuerzo para equilibrar los impulsos interiores que promueven muchas ficciones. Como éstas con frecuencia se detienen en un punto intermedio satisfactorio, no ayudan a reconocer las realidades que subyacen debajo de las emociones, y enmascaran que la madurez, en buena parte, viene medida por cómo coinciden sentimientos con deberes, por cómo los sentimientos nos llevan a valorar y amar, y por tanto a cumplir con pasión, el deber. Como la mejor literatura y la vida muestran, para lograr esto a veces es necesario ir en contra de los impulsos naturales, aunque a veces pueda resultar más llevadero, por ejemplo si nos fijamos en cómo los sentimientos de una madre hacia sus hijos refuerzan su deseo de cumplir sus obligaciones con ellos, y cómo hacer esto último aumenta la fuerza de sus sentimientos.

Que unos sentimientos mal educados tienen graves consecuencias personales y sociales lo explica con nitidez Filo, el pequeño detective intelectual creado por Christine Nöstlinger en Filo entra en acción, cuando anota en su diario cómo su amigo el Picas, «en vez de devanarse la mollera en averiguar qué pasa con sus “sentimientos”, se deja comer el coco por ellos y sólo es capaz de ver lo que quiere. Dice, el tío, que quiere estudiar Derecho. Confiemos en que termine en notario para llevar asuntos de testamentos y no llegue a juez. De otro modo, con sus “sentimientos” no hará más que salvajadas». Y cuando el mismo Filo aclara cómo no le importa que su amigo se deje llevar por su instinto a la hora de los superbocadillos que se merienda, indica que hay notables diferencias de grado. No es falso ser sentimental en cosas que son reconocidamente sentimentales, no es en principio muy dañino ser sentimental acerca de cosas pequeñas y superficiales, pero sí lo es ser sentimental acerca de cosas importantes: anteponer un simpático animalito a una persona, sacrificar la lealtad a los hijos a mis apetencias actuales, preferir por encima de todo la satisfacción presente de los sentimientos amorosos…

Apostasías de la infancia

Lo afirma contudentemente Salinger en Franny & Zooey, con un impresionante diálogo en el que Zooey intenta dejarle claro a Franny dónde radica su dificultad para entender al antipático profesor Tupper. Después de hacerle notar la gravedad de las que llama sus dos apostasías de la infancia —su rechazo hacia las palabras de Jesucristo «¿acaso no sois mejores que las aves del cielo?», y su incomprensión de la escena evangélica de la expulsión de los mercaderes del Templo—, Zooey increpa sin piedad a su hermana: «Eres incapaz por naturaleza de amar o comprender a ningún hijo de Dios que vaya por ahí volcando mesas. E incapaz por naturaleza de amar o comprender a un hijo de Dios que afirma que un ser humano, “cualquier” ser humano, incluso un profesor Tupper, es más valioso a los ojos de Dios que un tierno e indefenso polluelo de Pascua».

Y aquí nos asomamos al precipicio. El sentimentalismo alimentado en la infancia que hace más digno de ser querido a un animal de compañía o un osito de peluche que al mendigo desharrapado o al profesor insoportable, acaba en personas «incapaces por naturaleza» de ver las cosas como son, en una percepción de la realidad que, en sus casos más extremos, acaba considerando legítimo disponer a voluntad de una vida humana. Se podrían poner otros ejemplos más sangrantes, pero aquí basta con señalar qué patente resulta esto si nos fijamos en la penosa interpretación del Carpe diem que hace años puso de moda El Club de los poetas muertos, y que hoy prolifera en las ficciones juveniles. No es casualidad que, tanto en aquella película como en otros relatos con esa propuesta, se termine suicidando uno de los protagonistas: para quien tiene un planteamiento vital centrado en la satisfacción de sí mismo, el suicidio se ve como una solución cuando no se puede vivir el carpe diem que se desea.

Flautas en vez de trompetas

Es una ingenuidad más, una ingenuidad sentimental, la ingenuidad de quien quiere ver sólo una parte de las cosas, ver los suicidios en esas situaciones como si sólo fueran una consecuencia de, o una bofetada contra, la rigidez familiar, y no caer en la cuenta de que son el resultado lógico de una grave carencia formativa. En su comentario a las obras de Shakespeare, W. H. Auden contrapone las actitudes de Romeo y Julieta, que describe como un «no hay nada por lo que merezca la pena vivir», con las de los mártires que guían sus vidas por la convicción de que «existe algo por lo que debo morir». Mientras unos se divinizan a sí mismos y caen en un fatalismo inmaduro, otros aprenden a ocupar su verdadero sitio en el mundo y a buscar la forma de comportarse del mejor modo posible según sus circunstancias.

Por tanto, con quienes están atiborrados de ficciones sentimentales parece necesario hacerles ver su inconsistencia y equilibrar o mitigar sus efectos, suministrándoles obras de calidad y los contactos con la vida real que les ayuden a mirar las cosas con objetividad, a poner sobre la mesa las preguntas «¿y luego qué?», que tan fácilmente se dejan de lado porque parece que impiden disfrutar del «ahora mismo». No aprender a tener en cuenta los sentimientos de los demás, no adquirir la conciencia de que nos jugamos el futuro en las decisiones que parecen intrascendentes, huir de planteamientos vitales valiosos y que por tanto miran de frente al esfuerzo y al dolor, acaba teniendo consecuencias tristes que afloran con crudeza en las situaciones críticas, esas que de momento parecen irresolubles y que sólo pueden sobrellevarse levantando la vista y aceptando la carga hoy para que otros no la lleven mañana.

Pero, sin duda, que un chico ponga unos cimientos sólidos a su vida, que le hagan capaz de afrontar con dignidad lo difícil, se abona en las pequeñas pequeñas acciones cotidianas. Es en ellas donde los educadores deben ayudarle a ir drenando el corazón de sentimientos descompensados y donde han de tener cuenta la observación de Chesterton: «No existe nada de irresolución en tocar la flauta, considerado en su simple aspecto de tocar la flauta. Pero si la trompeta emite un sonido incierto, ¿cómo se preparará el hombre para la batalla?».

 

NOTAS

Este artículo fue publicado en ACEPRENSA, IV.2004, y fue revisado en junio de 2007.

He usado libremente algunos párrafos que Chesterton dedica al sentimentalismo en «Acerca del sentimiento», el capítulo XV de Charlas (Generally Speaking, 1928); de la p. 1091 a la p. 1283, en Obras completas, Barcelona: Plaza & Janés, 1967; 1676 pp.; trad. de José Luis de Izquierdo.

También es chestertoniano el comentario acerca de la sustitución del «se casaron y vivieron felices y comieron perdices», por el «después de divorciados el príncipe y la princesa por el hada madrina fueron felices y comieron perdices», que figura en el epígrafe «El toque creador del guionista de cine». Está tomada de La superstición del divorcio (The Superstition of Divorce, 1920); de la p. 871 a la p. 936, en Obras completas, tomo I; Barcelona: Plaza & Janés, 1967; 1676 pp.; trad. de Eduardo Toda Valcárcel.

 


1 abril, 2004
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