Cuanto más tiempo pasa más me afianzo en la idea de que, si en mi mundo ideal no habría premios literarios de ninguna clase, menos aún habría premios institucionales. Por un lado, considero preferible que los libros se defiendan por sí mismos, incluso con el riesgo de que algunos buenos libros desaparezcan. Por otro, tenemos ya una gran experiencia de que, si hay que desconfiar siempre de los premios que una industria se da a sí misma, según el modelo de los Oscar, más aún hay que hacerlo de los que otorga un jurado nombrado por el poder político de turno, el que sea. Pues incluso sobre los que podrían ser más merecidos recae ya la sospecha de que se ha usado el dinero público con intereses ideológicos, o para promocionar a los amigos o para pagar favores, sean personas o sean empresas.