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MALLORQUÍ, César

Las dos primeras novelas reúnen parecidos elementos de ritmo imparable, ambientes sudamericanos, y unas mujeres «de pueblo» valientes y listas. Si la primera de las novelas puede conectar mejor con ciertos ambientes actuales, quizá está más conseguida la segunda, donde se reúnen todos los elementos propios del género de acción. En ella, para empezar, un joven narrador clásico: empieza contando su singular educación para timador —«los números gobiernan el universo, y también los naipes, no lo olvides», le comentaba su padre—; se dirige directamente al lector —«les juro, amigos míos, que si no han visto caer agua en el trópico no saben lo que es llover»—; irónico si tiene problemas —«cuando no sepas que hacer, corre»—; granuja —«pero no esa clase de granuja»—; generoso cuando llega el momento —«estoy haciendo lo que debo pero eso no significa que me guste hacerlo»—… En segundo lugar, acción continua que no deja respiro al lector y en la que se producen vuelcos más o menos esperados; y descripciones rápidas muy eficaces: Jaime se ve «sacudido como un dado en un cubilete» durante una tormenta; su amigo sirio era «tan parlanchín como un bloque de granito»… Y, como sabe bien el mejor cine norteamericano, personajes secundarios que aunque no estén perfilados del todo, son siempre creíbles y, algunos, muy singulares, como la negra Yocasta Massemba, tan culta como sarcástica… Ambientes turbios apuntados sin descripciones… Un tesoro al final… Todo muy clásico, pero tan bien trabado y contado que se llega sin querer y sonriendo al desenlace, a pesar de la inmoralidad de tantas acciones del padre y el hijo, más o menos corregidas por el guía indio Luis Obando y el padre Buenaventura. Esto ya no es así en la continuación, La piedra inca [1], en la que el protagonista va de antro en antro…

El ritmo de La mansión Dax no desmerece de las novelas anteriores, pero en este caso la historia tiene aires barojianos en unas descripciones ambientales excelentes, y se pueden discernir otras influencias. Así, la biografía inicial de Alejo Zarza se parece a la de Oliver Twist [2], pero él mismo nos aclara la diferencia: «Oliver Twist es un personaje imposible, un ser literario. Nadie que haya vivido en las calles puede estar tan lleno de nobles sentimientos. La calle te hace duro, la calle te enseña a no confiar en nadie, la calle te despoja de toda emoción que no sea la rabia y el miedo, de modo que no queda lugar para los sentimentalismos. Si una rata callejera, un delicuente como yo, tuviera el corazón de oro, se lo habría robado hace mucho tiempo». Por otro lado, su benefactor Sebastián Dax actúa y se autojustifica de un modo semejante a El Conde de Montecristo [3]: «A veces, en el proceso de hacer justicia caen algunos inocentes. Resulta triste, pero es inevitable». En cualquier caso, tanto la evolución moral del protagonista como los episodios de su vida se mantienen dentro de los mínimos exigibles de verosimilitud. El lector seguirá con interés creciente las andanzas de Alejo: «No quisiera pecar de inmodestia, mas por fidelidad a los hechos debo confesar que llegué a ser el mejor carterista de Madrid, toda una leyenda entre los de mi oficio. Se diría que había nacido para el robo, pues me adornaban todas las virtudes necesarias para ejercer tal actividad: estaba dotado para el disimulo y el engaño, tenía mucha sangre fría, manos pequeñas y ágiles, habilidad y buen pulso. Si a esto le añadimos grandes dosis de osadía y un perfecto dominio de la técnica, obtendremos lo que soy: un ladrón extraordinario».

El hombre de arena es un relato de corte diferente y cuenta con un argumento bien hilado, contado de modo divertido, con un vocabulario rico y referencias cultas incidentales que se ajustan a la historia. Encierra mensajes habituales en los relatos infantiles como enseñar a los chicos a enfrentarse a los miedos nocturnos, o como indicar a los padres que han de dedicar tiempo y atención a los hijos. También desfilan por él algunos de los seres y escenarios típicos de los relatos de miedo, aunque vistos siempre a través de un prisma humorístico. Y se resuelve de un hábil plumazo el carácter arbitrario de las aventuras que corre Pablo cuando, al ocurrírsele preguntar por qué actuar de un modo y no de otro, el Monstruo del Armario le responde de modo contundente: «Por qué, por qué, por qué… Esto es el Mundo de los Sueños, muchacho, no le des más vueltas». Un ejemplo del humor que recorre las páginas del libro se puede ver en la presentación de sí mismo que hace uno de los seres que acompañarán a Pablo: «Soy el Hombre que Está Debajo de la Cama, pero puedes llamarme Agarrador. […] No debes tener miedo pues nada te haremos —vaciló—. Salvo que dejes la mano por un lado del colchón. Es un impulso irresistible, créeme: si veo una mano, tengo que agarrarla y tirar de ella —suspiró—. Vale, de acuerdo, quizás eso no le dé sentido a mi existencia pero al menos me mantiene ocupado».

La isla de Bowen es deudora, en estilo y en contenidos, sobre todo, de obras de Verne [4] como La isla misteriosa [5], de Conan Doyle [6] como El mundo perdido [7], de Wells [8] como La guerra de los mundos [9]: lo explica el autor en su nota final.

La narración es amena e intrigante. Está organizada en capítulos cortos que se alternan, unas pocas veces, con fragmentos del diario personal del joven fotógrafo Samuel Durango. Se entrelazan bien el hilo principal con el triste pasado de Durango —ayudante de un fotógrafo que se hizo famoso en el frente de la primera Guerra Mundial—, con noticias breves de otras expediciones de Zarco y de Cairo. Se dan, de forma muy hábil, las explicaciones científico-técnicas necesarias en cada momento: desde cómo se hacen y revelan las fotografías, hasta el funcionamiento del pequeño dirigible Dédalo, y muchas otras cosas.

Buena parte del atractivo del relato está en la personalidad del profesor Zarco, un hombre tan audaz y capaz como cualquier héroe verniano, admirado por su talento científico y por su generosidad a la hora del peligro, pero también insufrible por su trato altivo y por su talante profundamente misógino (y es un gran mérito del autor acentuar esto hasta el extremo y, a la vez, construir el personaje de forma que acaba resultando simpático). Esto da lugar a notables choques dialécticos con la desafiante y persistente lady Faraday —que, por cierto, aparte de ser campeona de tiro y otras cualidades, habla con fluidez español, francés, italiano, portugués, alemán, árabe y griego; además tiene nociones de ruso, holandés, sueco, danés y noruego; y, por supuesto, domina lenguas muertas como el griego clásico, el hebreo bíblico, el árabe clásico, el arameo, el latín clásico y medieval, los jeroglíficos egipcios…—.

Lo anterior ya indica que no tiene sentido, en este caso, subrayar otras inverosimilitudes o buscar defectos constructivos menores, igual que no lo hacemos cuando leemos grandes aventuras decimonónicas. En cambio, lo que sí se ha de subrayar es el gran talento narrativo del autor y el entusiasmo que respira su historia y que consigue transmitir al lector.

Otro libro: Las fabulosas aventuras del Profesor Furia y Mr. Cristal [10].