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GISBERT, Joan Manuel

Gisbert sabe dar acentos épicos de gran aventura a estas historias, mezcla de ciencia-ficción y fantasía, plenas de ritmo, intriga y misterio, en las que abundan las descripciones de lugares fantásticos. La narración es irreal y barroca, pero se hace fácil la lectura y se siguen con interés los incidentes porque Gisbert usa un lenguaje claro y los cuenta con un ritmo tranquilo en el que mezcla con habilidad distintas perspectivas, elude hábilmente las explicaciones laboriosas —«por alguna ley mágica de atracciones recíprocas, un espejismo resulta un envoltorio muy sólido para otro espejismo»—, sabe usar imágenes tan sencillas como eficaces —como cuando habla de una burbuja de jabón «como un inmenso globo de cristal en el que habrían cabido trescientos elefantes con toda comodidad»—. Además, maneja el registro del humor propio de quien cuenta escenas chuscas con toda seriedad, como cuando Maris decide disfrazarse de niebla, se cubre por todas partes hasta quedar completamente camuflado, y actúa «como una nube andarina que hubiese bajado a dar un paseo por el campo».

Ambas novelas tienen un cierto parecido. Quizá La isla de Tökland pierde gas en todo el confuso desarrollo teórico final acerca de que «nosotros somos un sueño del universo», «la leyenda del universo sur», el secreto resorte del mundo, el florecimiento de un mundo interno que elevará la vida de los hombres hasta niveles que parecen de utopía… Sin embargo, tiene a su favor que sus intrépidos y solidarios héroes, unos sofisticados especialistas con cualidades comparables a las de los más completos personajes de VERNE [1]: «Un infatigable espíritu de aventura, el deseo de explorar lo desconocido, la generosidad en el uso del valor y la audacia, la capacidad para enfrentarse con lo extraordinario y lo fantástico, el uso de una imaginación acostumbrada a no contentarse con las apariencias, un instinto adecuado para penetrar en lo más recóndito de un laberinto sin extraviarse, la astucia necesaria para desentrañar complejos enigmas…».

En relatos posteriores que pulsan resortes parecidos, Gisbert ha intentado competir contra sí mismo pero muchos de sus lectores piensan que no ha logrado superar el alto nivel de originalidad e inventiva de las obras citadas.

Nuevas puertas a los placeres del tiempo libre

En el Parque del Arco Iris, nos dice Nathaniel Maris, «se veía claramente que los constructores de aquel paraíso de juegos habían inventado una a una todas las atracciones, esforzándose en abrir nuevas puertas al mundo de los placeres del tiempo libre». Después de probar sus atracciones, entre las que yo destacaría el tobogán que lleva al centro de la Tierra, un homenaje más a Jules Verne, recuerda más sucintamente algunas otras que le gustaron.

Una fue «Los paracaídas de Icaro»: «Te lanzas en paracaídas desde una torre altísima, en cuya cima hay un avión de juguete. Gracias a unos chorros de aire ascendente que lanzan unos cañones situados en el suelo, estás varios minutos flotando en el aire, volando como un hombre-pájaro. Al final aterrizas confortablemente sobre una mullida cama elástica».

Otra se llamaba «El laberinto de cristal invisible»: «Es el más difícil y divertido laberinto del mundo. Como las paredes son totalmente transparentes y no se ven, hay que utilizar muchísimo el tacto y la memoria espacial para salir de él. Vistas desde fuera, las personas que recorren el laberinto tienen un aspecto muy cómico. Pero aún más divertido es estar dentro».

Otra era «Natación en el aire»: «El potente chorro de un surtidor de agua, algo así como un géiser artificial, te proyecta a veinticinco metros de altura y allí permaneces varios minutos con la ilusión de estar nadando en una catarata puesta al revés».

Otros relatos: El guardián del olvido, [2] ilustrado por Alfonso RUANO [3]; Historias secretas en la noche [4]; Las maletas encantadas [5].