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BURROUGHS, Edgar Rice

Como si hubiera mezclado El libro de la selva [1], Robinson Crusoe [2], La isla del tesoro [3], Las minas del Rey Salomón [4], VERNE [5] y SALGARI [6], con lecturas roussonianas del mito del «buen salvaje» y darwinistas sobre la supervivencia del más apto, Burroughs creó con Tarzán un personaje que luego se convertiría en mítico con la colaboración del cómic y del cine. Aunque otras novelas de la serie tienen garra y páginas de mérito, la primera es la que tiene una originalidad destacable. Con ella muchos empezaron a soñar con llegar a ser un combatiente con «nervios de acero»; capaz de «reaccionar con celeridad y eficacia ante cualquier circunstancia inesperada» y de afrontar los ataques «con la alegre sonrisa del luchador nato»; y si hay que matar, estamos en la selva, hacerlo no «con el ceño fruncido, sino sonriendo. Y la sonrisa es la base de la belleza»; y al que basten diminutas partículas de larvas destrozadas, indicios no mayores que una mota de humedad, para seguir un rastro en la selva… En definitiva, ser «una espléndida combinación de fuerza poderosa, flexible agilidad y dinámica rapidez». El narrador subraya que Tarzán, en muchas de sus actuaciones y gestos, se comporta con «inteligencia heredada de sus antecesores» y manifiesta «el sello de su cuna aristocrática, el producto de muchas generaciones de educación refinada, el instinto hereditario de una donosura y gentileza que no podía erradicar así como así una existencia selvática, una crianza y formación vividas en un ambiente salvaje». A la vez, esto es compatible con que Tarzán se comporte a veces «con la timidez propia de los seres salvajes de la jungla».

Tantas cualidades nos hacen perdonar que Burroughs se columpie, y de qué modo, cuando afirma rotundamente que «es incuestionable que de esta primitiva ceremonia (los bailes de los monos) proceden todas las formas y ritos de la Iglesia y el Estado moderno, porque a través de incontables épocas, desde el otro lado de las más altas murallas sobre las que asomaba el alba de una humanidad naciente, peludos predecesores interpretaron las danzas rituales del Dum-Dum al ritmo de sus tambores de barro bajo la claridad brillante de una luna tropical cuyos rayos iluminaban las profundidades de una imponente selva».

El salvaje grito del triunfo

La comparación entre la vida salvaje y la vida civilizada propicia escenas muy logradas. Así, cuando un joven y todavía ignorante Tarzán se ha comido una buena cantidad de carne cruda de jabalí, el autor ironiza: «A continuación, lord Greystoke se limpió los grasientos dedos frotándoselos en los muslos desnudos […]; mientras en el lejano Londres, otro lord Greystoke […], devolvía al chef de su club unas chuletas que le parecían poco hechas y, tras concluir su almuerzo, introducía las puntas de sus dedos en un cuenco de plata con agua perfumada y luego se las secó con una servilleta de damasco blanco como la nieve». Y cuando, después de un combate, el autor describe que Tarzán «hinchó el pecho, colocó un pie sobre el cadáver de su enemigo, echó la cabeza atrás y lanzó al aire el rugiente desafío del mono macho victorioso. El salvaje grito de triunfo repercutió por los amplios espacios de la selva. Las aves se inmovilizaron y los depredadores y las bestias de mayor tamaño se alejaron precavida y sigilosamente. […] Y en Londres —sigue el autor— otro lord Greystoke conversaba con sus semejantes en la Cámara de los Lores, pero ninguno temblaba ante el sonido de su voz suave y tranquila».

Una declaración de amor

Otra clave del éxito de Tarzán es el romanticismo de la historia de amor entre Tarzán y Jane. A cuántas chicas no habrá conmovido la declaración de amor de lord Greystoke: «Yo he venido a través de los siglos, desde un pasado nebuloso y remoto, desde la caverna del hombre primitivo, con objeto de reclamarte para mí. Por ti me he convertido en hombre civilizado. Por ti he cruzado océanos y continentes. Por ti llegaré a ser lo que quieras que sea».

Viajeros por las copas de los árboles

Para cualquier chaval sigue siendo un sueño poder crecer como Tarzán, que ya «desde la más tierna infancia se había valido de las manos para saltar de una rama a otra, a la manera que lo hacía su gigantesca madre, y durante toda la niñez se pasó horas y horas todos los días desplazándose con sus hermanos a toda velocidad por las copas de los árboles. Podía cubrir de un salto un espacio de siete metros, en las alturas de la selva sin sentir el menor vértigo y agarrarse con absoluta precisión y perfecta suavidad a una rama que oscilase impulsada violentamente por los vientos precursores de un inminente huracán. Era capaz de descolgarse y cubrir siete metros de una rama a otra, en veloz descenso hasta el suelo, y coronar con la ligereza de una ardilla la cima más alta del más alto gigante arbóreo de la selva tropical».

Hay que decir, sin embargo, que si Tarzán popularizó este sistema de desplazarse por la selva, otros novelistas lo habían mencionado antes. AIMARD [7] nos contaba cómo sus tramperos del Arkansas «subieron a un árbol y comenzaron a caminar entre cielo y tierra; manera de viajar mucho más usada de lo que se cree en Europa, en este país donde las lianas y los árboles forman tan tupida confusión que es imposible adelantar sin abrirse camino a hachazos». Y LONDON [8] nos decía en La llamada de lo salvaje [9] que, en los sueños de Buck, el primitivo hombre velludo «sabía trepar a los árboles y pasar de un árbol a otro, tan rápidamente como en tierra, saltando de rama en rama, separadas a veces hasta por doce pies de distancia sin caer jamás, sin errar jamás el cálculo. En realidad, parecía tan en su casa entre los árboles como en tierra…».