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SÁNCHEZ SILVA, José María

Según dice Sánchez Silva en la dedicatoria, éste es un cuento «escrito como quien lava», una «relación sencilla y pura, ni antigua ni moderna», de un «desaprovechado discípulo de Andersen [1], Grimm [2] y Perrault [3]». Y, sin embargo, Marcelino Pan y Vino obtuvo un éxito sin precedentes: por su calidad literaria ofrecida con un lenguaje sencillo y claro, por su penetración psicológica en el alma de un niño y, sobre todo, porque, como dice José García Nieto en el prólogo a una edición del año 1969, «este cuento es nada más y nada menos que ese poquito de eternidad que la literatura llega a conseguir al intentar entrometerse en la vida de los hombres. Léase: en el corazón de los hombres». También están excelentemente narrados los sucesos de la segunda parte, además de impregnados del mismo buen humor que rebosa el primer cuento: Marcelino llamó «Fray Conque» a uno de los frailes porque «era un poquito tartamudo el frailecillo y sólo con la palabra “conque” podía arrancar muchas veces: “Conque fuimos…”, decía; “Conque cuando su Paternidad…”, decía; “Conque en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…”, llegó a decir un día en la capilla».

Conviene añadir que Marcelino pan y vino en absoluto es una obra empalagosa o ñoña: «La emoción que experimenta el lector proviene exclusivamente del estremecimiento que recorre a quien, estando en la misma longitud de onda, advierte la cercanía de lo sagrado» (Emilio Pascual). La etiqueta «sentimental», que por otra parte tampoco tiene por qué ser un reproche, podría ser más justa para la muy digna película que hizo Ladislao Vadja en 1954: aunque el guión era del mismo Sánchez Silva, no se consiguió traducir en imágenes lo impalpable que contiene la historia.

Frailes ecologistas

Marcelino «salía a cazar alacranes: levantaba las piedras y hurgaba con un palo […] y cuando el asqueroso animal, como un cangrejo extrañamente rubio, salía, le quitaba de un golpe la bolsa del veneno y luego, con otro palo más afilado, lo pinchaba por la mitad del cuerpo y lo dejaba así atravesado morir al sol. […] Cuando regresaba de sus cacerías, todo el afán de Marcelino era conservar sus presas, que guardaba en botes con agua si eran ranas o sapos, o en cajas con agujeros si se trataba de escarabajos o saltamontes. Con gran sorpresa suya, cada mañana, cuando se despertaba, aparecían vacías las cajas o los botes. Siempre ignoró Marcelino que los buenos frailes, que conocían sus malas costumbres, daban libertad por la noche a los pobres animales de Dios mientras él dormía». Ya se ve que si Marcelino no era un chico ecologista, sus educadores sí que lo eran.

El dolor de un niño

El origen de Marcelino pan y vino fue un cuento que la madre del autor le narraba repetidamente cuando era un niño. Esto figura en Memorias de un niño de la calle, unos recuerdos de infancia sobre los años previos y posteriores al fallecimiento de su madre, cuando Sánchez Silva tenía once años y su padre los había abandonado hacía dos. La narración contiene vívidas escenas costumbristas del Madrid de la época, pues la familia vivió en once calles diferentes en sus primeros once años de vida, y no pocos momentos de contacto con las miserias humanas y de amargos sufrimientos, un poco mitigados por una precoz afición a la lectura. La narración termina cuando, después de vivir un tiempo con unos vecinos y con su madrina, el autor queda ingresado en un asilo de beneficencia. La edición contiene muchas erratas.

Bibliografía:
Memorias de un niño de la calle (2001). Madrid: Libroslibres, 2001; 109 pp.; col. Narrativa; ISBN: 84-931797-4-4.