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JÜNGER, Ernst

«Extraño proceso el modo como la fantasía, semejándose a una fiebre cuyos gérmenes provienen de muy lejos, se apodera de nuestra vida, anidando en ella cada vez más profunda e incandescentemente. Al fin sólo la imaginación se nos antoja real y lo cotidiano un sueño en el que nos movemos con desgana, como un actor que ha equivocado su papel». Así comienza Jünger su relato, con un estilo preciso, lento y reflexivo, excepcionalmente vivo y penetrante. Con multitud de referencias a las obras literarias que alimentaron sus sueños de aventuras, el narrador va contrastando lo imaginado con una realidad que toma formas que desconocía. Pero si afirma que sus modelos «se ajustaban a las medidas de un joven que todavía no distinguía entre héroes y aventureros y que lee literatura barata», también suenan ecos de CONRAD [1] en muchos momentos. Por ejemplo, de Juventud [2], en la promesa que formula de, «siempre que tropezara con un espectáculo extraño, contener la respiración al menos por un momento para grabarlo en mi memoria, por mal que me fuera». Y de El corazón de las tinieblas [3], en su encuentro con el doctor Goupil, en Marsella, que le hace notar cómo «está usted en una edad en que se sobreestima la realidad de los libros» y le anuncia la vil explotación que significa la presencia europea en África. Y, en efecto, su convivencia con toda clase de personas le hace descubrirlo por sí mismo, «no hay mejor remedio contra las inclinaciones románticas»; le hace conocer también la verdadera cara del criminal, «que hasta entonces yo había envuelto en el mismo natural afecto en el que incluía a quien lucha contra todos»; se da cuenta de que ha terminado el tiempo de la adolescencia y se propone «vivir en adelante bien despierto, como es debido».

El sentido de la aventura

Es inevitable referirse a esta obra de Jünger cuando se quiere pensar acerca del contenido real y del sentido de lo que hemos dado en llamar «aventura». El joven Berger enseguida nota que, cuando ha tomado su decisión y abandona su casa, entra en «regiones totalmente nuevas», y percibe que «para quien se lanza a la aventura no hay espacio vacío, sino que enseguida se entra en contacto con fuerzas desconocidas». No notamos en él ningún motivo noble o altruista más que su deseo de huir de una vida cotidiana dominada por el aburrimiento, «un veneno mortal». En cuanto ha dado el paso de alistarse, «los acontecimientos se desarrollan por sí mismos», y sus energías se orientan cada vez más hacia la supervivencia: «El conocimiento de las armas es un auténtico esperanto en este mundo hostil», dirá del cuartel africano al que llega. Hará magníficos comentarios acerca de los sujetos que se cruzan en su camino, como del elegante Mélan, un oficial del que cabía esperar que, «en el momento del peligro encontraría frases tan bellas como las que se leen en Jenofonte». Y cabe decir en su favor que no cae en el auto-engaño: cuando le hablan de consumir opio, comenta que le parece absurdo irse a países lejanos para ponerse un velo ante los ojos, y apostilla que «naturalmente que yo me proponía vivir acontecimientos fantásticos, pero sin renunciar al dolor del que se pellizca para asegurarse de que no sueña».

Otros libros: Venganza tardía [4], El corazón aventurero [5].

En algunas notas he citado textos de sus memorias:

Radiaciones I: 1 [6], 2 [7], 3 [8].
Radiaciones II:
1 [9], 2 [7].
Radiaciones III – Pasados los setenta I:
1 [10], 2 [11].
Radiaciones IV – Pasados los setenta II:
1 [12].
Radiaciones V – Pasados los setenta III:
1 [13].