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La unidad de la cultura europea

La unidad de la cultura europea. Notas para la definición de la cultura, de T. S. Eliot [1], es un libro que ha quedado como una referencia ineludible cuando deseamos clarificar el concepto de «cultura» y cuando nos planteamos si la educación nos hace o no más cultos (o qué clase de educación es la que nos hace más cultos).

En él Eliot habla de la cultura como modo de vida de un individuo, de un grupo, de un pueblo. Así, señala que «la cultura puede incluso ser descrita simplemente como aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida» pero, para evitar confusiones, es importante abstenerse «de asignar al grupo lo que sólo puede ser un objetivo para el individuo, y a la sociedad en su conjunto lo que sólo puede serlo para el grupo».

Indica que cultura es «un término que requiere no solo definición sino ejemplos cada vez que lo utilizamos». Son distintas las culturas de un poeta o de un labrador, por más que los dos formen parte de una misma cultura. Pero, al mismo tiempo, ambos tienen una cultura en común que no comparten con personas que desempeñan iguales oficios en otros países, pues «hablar la misma lengua implica pensar, sentir y tener emociones de una forma bastante diferente a la de gentes que hablan otra lengua».

Un tercer punto es que «la cultura de la que somos conscientes no representa toda la cultura» pero, del mismo modo que «un gran poeta es aquel que saca el mejor partido a la lengua que se le ha dado», y del mismo modo que «todo gran poeta añade algo al complejo material con el que se escribe la poesía futura», la cultura es algo que tiene que crecer a partir de la cultura que tenemos y en la que vivimos.

Para pensar en cómo ha de ser ese crecimiento, tenemos que combatir «la idea ilusoria de que los males del mundo moderno pueden ser remediados con un sistema educativo. Una medida que puede ser eficaz como paliativo puede resultar perjudicial si se presenta como remedio». La educación no ha de asumir «la reforma y dirección de la cultura sino ocupar su lugar como una de las actividades a través de las cuales la cultura se realiza a sí misma».

Otro de los modos de pensar en cómo aumentar nuestra cultura empieza por la pregunta sobre si existe «algún valor permanente por el que comparar una civilización con otra que nos permita hacer conjeturas acerca del perfeccionamiento o decadencia de la nuestra». Y, en este punto, es importante tener en cuenta que «una cultura nunca ha surgido o se ha desarrollado sin una religión. Según cuál sea el punto de vista del observador, la cultura aparecerá como un producto de la religión o la religión de la cultura». Pero, en general, «cualquier religión, mientras dure, y en su propio nivel, confiere un significado aparente a la vida y proporciona el marco en el que se desarrolla la cultura».

Así que, afirma Eliot, «la fuerza dominante en la creación de una cultura común entre distintos pueblos es la religión. No cometan aquí, por favor, el error de anticiparse a lo que quiero decir. Esto no es una charla religiosa y no me propongo convertir a nadie. Estoy simplemente constatando un hecho. En la actualidad estoy poco interesado en la comunión de los creyentes cristianos. Yo hablo de la tradición cristiana común que ha hecho de Europa lo que es, y de los elementos culturales comunes que ese cristianismo ha traído consigo. Si mañana Asia se convirtiera al cristianismo, no pasaría por ello a formar parte de Europa. Nuestras artes se han desarrollado dentro del cristianismo, en él se basaban hasta hace poco las leyes europeas. Todo nuestro pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana pero todo lo que dice, crea y hace, surge de su herencia cultural cristiana y sólo adquiere significado en relación a esa herencia. Sólo una cultura cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietszche. No creo que la cultura europea sobreviviera a la desaparición completa de la fe cristiana. Y estoy convencido de ello, no sólo como cristiano, sino como estudiante de biología social. Si el cristianismo desaparece, toda nuestra cultura desaparecerá con él. Tendríamos entonces que comenzar penosamente de nuevo. No es posible adoptar una nueva cultura ya confeccionada. Uno ha de esperar a que crezca la hierba que alimentará a las ovejas que darán la lana con la que se hará un abrigo nuevo. Hay que pasar a través de muchos siglos de barbarie. No viviríamos para ver la nueva cultura, ni tampoco los nietos de nuestros nietos, y en el caso de que llegásemos a verla, no seríamos felices en ella».

Con esto en la cabeza podemos empezar a pensar en la comparación entre la cultura occidental cristiana y otras. «Solo cuando imaginamos cómo sería nuestra cultura si nuestra sociedad fuera realmente cristiana, podemos atrevernos a hablar de la superioridad de la cultura cristiana, y sólo podemos afirmar que es la más elevada que el mundo ha conocido jamás cuando hacemos referencia a todas las fases de esa cultura, que ha sido la de Europa. Si la comparamos, tal como es en la actualidad, con la de pueblos no cristianos, debemos prepararnos a descubrir que en algunos aspectos la nuestra es inferior».

T. S. Eliot. La unidad de la cultura europea. Notas para la definición de la cultura (Notes towards the definition of Culture, 1948). Madrid: Encuentro, 2003; 189 pp.; col. Raíces de Europa; trad. de Félix de Azúa; ISBN: 84–7490–703–9.