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La sabiduría del Padre Brown (1914)

La sabiduría del Padre Brown [1], y no sagacidad como a veces se ha traducido, es la segunda tanda de doce relatos del protagonista, los más cortos de todos. Si en el primer libro se subrayaba su inocencia, en este segundo se alaba su sabiduría, entendida como la capacidad de saber distinguir la realidad de las apariencias. En los casos se subraya una y otra vez que las cosas no son lo que parecen, que los muchos datos pueden ocultar la verdad, que los delincuentes son como actores que intentan vivir varias vidas distintas.

Algunas claves interpretativas del detective se declaran, por ejemplo, en El duelo del doctor Hirsch: «Siempre me resulta más fácil comprender las pruebas morales que las demás». O en El extraño crimen de John Boulnois: «Yo doy mucho valor a las ideas imprecisas. Lo que más me convence son todas esas cosas que “no constituyen pruebas”. Creo que la imposibilidad moral es la mayor de las imposibilidades». En otro momento, en ese mismo caso, afirma: «Boulnois es capaz de cometer un asesinato, pero no este asesinato».

Se puede formular lo anterior de otra manera: la importancia de aprender a observar la realidad tal como es de modo que ninguna máscara nos oculte las cosas. En El dios de los gongos el P.B. hace notar cómo un plan habitual de los ladrones es «conseguir que todo el mundo esté mirando otra cosa». Pero de él mismo se nos indica, en El duelo del doctor Hirsch, que si bien su cara «era de lo más vulgar y corriente», «podía resplandecer de ignorancia y también de perfecta sabiduría», y «siempre se producía un destello cuando se le caía la máscara de la tontería y se le colocaba en su lugar la máscara de la sagacidad».

Uno de los muchos casos en los que Chesterton demostrará su conocimiento desde dentro del mundo periodístico es El hombre del pasaje, donde, ante unas «excepcionales circunstancias, la prensa se vio atrapada entre la honradez y la veracidad». Pero tal vez el más destacado sea La peluca roja, en el que se nos cuenta que para el redactor jefe del Daily Reformer «su emoción más frecuente era la de continuo temor: temor a pleitos por difamación, temor a perder publicidad, temor a las erratas de imprenta, temor al despido. Su vida era una serie de agobiantes compromisos entre él mismo y el propietario del periódico, un anciano incondicional de los folletines, con tres ideas fijas y equivocadas, y el competentísimo equipo de trabajo del que se había rodeado para llevarle el periódico; algunos de sus miembros eran hombres brillantes y con gran experiencia y, lo que es todavía peor, auténticos partidarios de la línea política del periódico».

En esta serie también abundan los científicos como rivales intelectuales del P.B., bien sea como delincuentes o bien como detectives que buscan resolver el mismo caso. Eso permite al autor atacar actitudes cientificistas, como en El error de la máquina, donde su héroe afirma: «¡Los científicos son tan sentimentales! ¡Y seguro que los científicos norteamericanos lo son todavía más! ¿Quién, si no un yanqui, iba a pretender demostrar nada basándose en los latidos del corazón? Desde luego, tienen que ser tan sentimentales como un hombre que se crea que su mujer está enamorada de él sólo porque se ruboriza». Pero también Chesterton aprovecha la ocasión para presentar una cara de los científicos que conviene no perder de vista: en El cuento de hadas del Padre Brown, se dice que «no hay gente tan aficionada a colgarse todas las condecoraciones como los científicos… como sabe cualquiera que haya asistido a una recepción de gala de la Royal Society».

Dentro de las que podríamos llamar pautas vitales que da el P.B. señalo dos. En La cabeza del César, el P.B. dice que «lo que a todos nos asusta más es un laberinto que no tenga centro. Por eso el ateísmo no es más que una pesadilla». En La peluca roja el P.B. dice: «dondequiera que haya hombres que se dejan dominar sin más ni más por el misterio, es porque se trata del misterio de la iniquidad. Si el demonio le dice que hay algo tan espantoso que no se puede mirar, mírelo. Y si le dice que hay algo tan terrible que no se puede oír, óigalo. Si cree usted que hay alguna verdad insoportable, sopórtela».