Al modo en que lo hicieron en los años cuarenta y cincuenta, Elena FORTÚN [1] con Celia [2] o Borita CASAS [3] con Antoñita la fantástica [4], Elisabeth Mulder crea un personaje que, según cuenta sus andanzas, observa y enjuicia el comportamiento adulto. El narrador usa un lenguaje coloquial propio de la España de los sesenta, rico y expresivo pero que no suena extraño aunque su nivel sea superior al que cabría esperar de su edad. El lector queda enganchado por saber cómo se resolverán los conflictos en los que se mete Miguelín y sintonizará, si no con todas, sí con algunas de sus actitudes: de rechazo hacia sus hermanas gemelas y hacia Tiana, Robustiana, «cara de calabaza con un cuerpo de sapo»; de atracción inconsciente hacia Verónica, de complicidad con su padre, de animadversión hacia el adulto impertinente que pretende darle lecciones…