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CORMIER, Robert

Novelas con finales duros y desasosegantes, aunque Cormier sostiene que son lógicos y que, por honradez, no puede falsearlos. Afirma que a él le gustan los finales felices, pero que también hay que hacer frente a la realidad tal como es, y en ella vemos que la inocencia no inmuniza contra el mal. Ciertamente, su mérito es que sus narraciones son tensas y hacen pensar; otra cara de la moneda es que, para conseguirlo, carga la mano en personajes y sucesos hasta el punto de hacerlos «excesivos» de modo que no deja resquicios de salida.

En la edición manejada de Subversión en la escuela se anuncia en la cubierta señalando que «un muchacho se atreve a pensar por sí mismo ante la hipocresía imperante en los colegios religiosos tradicionales», conclusión general de un suceso particular que no responde a las intenciones del autor. En efecto, él hace que la manipulación que cuenta sea más repulsiva por ser su autor un profesor que, además, es religioso, pero su objetivo es mostrar cómo el abuso de poder de unos es posible gracias al conformismo de muchos, y cómo las ilusiones juveniles se rompen cuándo quienes deberían ser íntegros no lo son. Un alumno se da cuenta de la doblez del hermano León cuando intenta chantajearle: «Y si los maestros hacían estas cosas, ¿qué clase de mundo era éste?», y el narrador señala que comprendía «que la vida estaba podrida, que los héroes no existían, y que no se podía confiar en nadie, ni siquiera en uno mismo».

En Yo soy el queso Cormier sorprende al lector con una estructura compleja —el extraño viaje, los interrogatorios, la descripción del pasado en tercera persona—; con la transformación de lo que parecía ser una especie de «thriller» psicológico en una intriga de mafiosos —al recomponer la historia se ve que Adam supo que sus padres eran testigos protegidos y debían ocultar su identidad, pues estaban en continuo peligro, y de ahí las lagunas en su pasado y las peculiaridades en los comportamientos familiares—; y, sobre todo, con un final que quizá le haga volver a releer el relato para ver qué se le ha escapado.

¿Me atreveré a trastornar el universo?

En Subversión en la escuela, el autor no necesita largas descripciones para reflejar el ambiente propio de un colegio norteamericano y los comentarios y comportamientos típicos de adolescentes. Pero, sobre todo, presenta una galería de personajes que no tiene desperdicio. Entre los secundarios: el musculoso Carter, el bondadoso Cacahuete, el envidioso Obie… Entre los «malvados» principales, uno es Archie Costello, que actúa «como si la vida fuese un gigantesco juego de damas o de ajedrez», que lo pasa bien al «jugar con los chicos, llevarles donde quería, humillarles en definitiva», y que piensa que «el mundo se componía de dos clases de personas: las víctimas y los verdugos». Otro es el matón Emile Janza, un chico que «había descubierto que el mundo estaba lleno de víctimas resignadas, especialmente entre los chicos de su edad. Nadie quería preocupaciones, nadie quería líos, nadie quería probar sus fuerzas». Y el principal es el hermano León, al que un alumno que le ayuda y le observa de cerca, ve como «un sabio loco, planeando su venganza en un laboratorio subterráneo. ¡Para echarse a llorar!».

Frente a ellos, Jerry Renault, que colocó el primer día de curso en su armario un póster con un hombre solitario paseando por una playa, al pie del que «había esta leyenda: ¿Me atreveré a trastornar el universo? Era una frase de Eliot, [1] que escribió aquel Waste Land que estudiaban en clase de literatura. Jerry no estaba muy seguro del significado de aquél cartel, pero le había conmovido misteriosamente».