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MANKELL, Henning

Obras con distintos acentos y ritmos.

En la primera, el autor sueco narra con calma para meter al lector en el mundo interior de Joel, en sus viajes imaginativos, en sus dudas acerca de que «la vida se compone de demasiados quizás», en su estilo analítico de razonar cuando ve que su padre está de mal humor: «Lo peor eran dos cosas. No saber por qué y no poder hacer nada». Sabe colocar oportunamente golpes de humor sencillos pero llenos de verosimilitud, como cuando Joel se fija «en el taburete que le habían regalado al cumplir siete años. No le gustaba nada aquel taburete. Se lo habían regalado en lugar de la cometa que había pedido. Cada vez que veía el taburete se cabreaba. ¿Cómo se le podía regalar un taburete a alguien que deseaba una cometa?». Y, al narrar en tercera persona pero desde dentro de Joel, nos hace notar que su protagonista piensa bien, incluso muy bien: «Ser adulto quizá sea no decir lo que se piensa. O saber qué mentiras son las no peligrosas. Aprender a evitar las mentiras que se descubren con demasiada facilidad…».

La historia de Joel continúa en tres novelas más que, a mi juicio, son inferiores: Las sombras crecen al atardecer (Skuggorna växer i skymningen, 1991), El niño que dormía con nieve en la cama (Pojken son sov med snö i sin säng, 1996) y Viaje al fin del mundo (Resan till världens ände, 1998), cuando Joel tiene quince años, termina los estudios, conoce por fin a su madre y se hace marinero. Es característico de todas ellas el lenguaje cortado, con frases breves que funcionan como ladrillos que van colocándose ordenadamente. Ahora bien, por un lado, la forma de narrar lenta y discursiva, tan apropiada para las detallistas novelas policiacas del autor, aquí parece inadecuada: Joel resulta reflexivo en exceso y esto da una fuerte sensación de irrealidad; tampoco encajan, e incluso suenan algo disparatados, algunos aspectos argumentales más poéticos de las novelas intermedias. Por otro lado, si en sus novelas mayores Mankell muestra bien el desconcierto vital de su protagonista, en este caso el personaje de Joel es cada vez menos convincente según avanza la historia: tanto sus reacciones ante la vida caótica de su padre y al descubrir a su madre, como su triste y empobrecedora iniciación sexual parecen artificiosas. Además, un lector maduro pedirá que tales cuestiones se traten con más calado literario y, sobre todo, que a un lector joven no se le hagan planteamientos vitales engañosamente simples. La clave la formula el mismo autor, por boca del comisario Wallander en La quinta mujer, cuando nos dice que «Wallander no podía dejar de pensar que la época que le había tocado vivir (…), giraba en torno a una sola y decisiva cuestión: ¿qué es lo que estamos haciendo con nuestros hijos?».

El gato al que le gustaba la lluvia es, también, una narración calmosa y en tercera persona pero desde dentro del protagonista. Tiene buen humor de fondo pero transmite al lector el sufrimiento de Lukas. Se reflejan con acierto los comportamientos de los padres, muy amables siempre, y del hermano mayor, que por momentos se harta del pequeño. Está bien, aunque sea muy literario para mi gusto, que todo se reconduzca gracias al cuento fantástico que le narra su padre. Algunos momentos descriptivos del mundo interior del protagonista son excelentes: «Cada vez que Lukas encontraba a Noche se ponía tan contento que tenía que quedarse totalmente quieto mirando a su gato. Era algo completamente nuevo para Lukas, ponerse tan contento que lo único que podía hacer era quedarse inmóvil. Antes, la alegría era algo que le hacía gritar fuerte o salta de un lado a otro. Pero cuando Noche llegó a la vida de Lukas fue otra cosa totalmente diferente».

En contraste con el mundo nórdico frío que Mankell retrata en las novelas anteriores, otras obras suyas se desarrollan en ambientes mozambiqueños que conoce bien. Una es Comedia infantil (Comédia infantil, 1995), una novelita sobre una banda liderada por un chico de diez años llamado Nelio y ambientada en las calles de Maputo, con buenas descripciones y momentos conseguidos pero con falta de ritmo y equilibrio. Sin embargo, en El secreto del fuego sí da con el punto justo pues consigue un relato emocionante que transmite tanto la dureza de muchas vidas golpeadas como el calor humano que algunas personas saben difundir a su alrededor en esas circunstancias tan duras.

Contribuye al impacto de la narración la sobriedad de las descripciones, tanto las del mundo interior de Sofia, desde el que se cuenta todo, como las de todo lo que le sucede: «Era de noche. Sin luna, sin estrellas. De repente, toda su vida explotó. Una luz blanca y acerada iluminó la choza, seguida de una serie de ruidos muy fuertes». El ritmo es acelerado en los momentos de persecución o de ansiedad, o pausado cuando el tiempo se remansa, primero en los momentos de felicidad de Sofia con su hermana, y luego cuando su mente y su corazón van cogiendo energía para reacomodarse a la nueva situación. Tienen viveza y resultan convincentes los personajes que rodean a Sofia —su madre, el misionero, el médico, el sastre…—, y los escenarios y ambientes en los que transcurre su vida —el poblado, el hospital, el costurero de Fatima…—.

Además, el relato es enriquecedor porque hace pensar en qué diferentes son, respecto al primer mundo, las relaciones humanas en África: de afecto y apoyo dentro de la familia, de atención y respeto de los jóvenes hacia los ancianos: Sofia sabe que «las personas mayores a menudo se toman su tiempo para hacer una pregunta o para dar una noticia».

La historia de Sofia continúa, cuando es adolescente, en la más endeble Jugar con fuego [1], y cuando es adulta ya, en La ira del fuego [2].