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AIMARD, Gustave

Si Don Quijote se hartó de novelas de caballerías, el Tartarín [1] de DAUDET [2] lo hizo con las documentadas y folletinescas obras de su contemporáneo Aimard. En Los tramperos del Arkansas, una de sus novelas más conocidas, se ve que el esqueleto y el ritmo de los relatos de Aimard no son inferiores a los de SALGARI [3] o MAY [4]. Incluso en algunos casos sus aventuras tienen más sabor y más color. Aimard explica con detalle la vida de las abejas o de los castores, y muestra con satisfacción su conocimiento de las costumbres indias. Sus héroes superan dificultades inauditas y son sombríos y melancólicos, de alta estatura, porte distinguido y vigor poco común; sus heroínas suspiran en silencio, tienen también largas pestañas de terciopelo, lloran perlas líquidas y demás; sus malvados de sonrisa siniestra reciben su merecido; la luna esparce sus argentados reflejos cuando es necesario, etcétera.

La diferencia de Aimard con otros colegas es su mayor ampulosidad y sus valoraciones extremas. Se puede descolgar con que, «en las ciudades expuestas a las incursiones de los indios, los jefes de familia habían conservado en toda su fuerza esta autoridad patriarcal, que tiende a disminuir cada vez más y a desaparecer gracias a los esfuerzos de nuestra depravada civilización». Se puede referir a «la doblez característica de la raza india», a «la ingenuidad que caracteriza a las naturalezas primitivas», o poner en boca del gran Cabeza de Águila que «es muy difícil que nosotros los indios, que no tenemos la razón de los blancos, no cometamos, a veces sin quererlo, actos reprensibles». O puede mencionar «la sangre fría que los americanos han heredado de los ingleses y que han aumentado considerablemente».

Sin embargo, quizá su éxito no es mayor por ser francés y ejercer como tal. Así, nos dirá que «en los Estados Unidos —país sobre cuyo concepto se empieza a rectificar bastante, pero que gentes con prejuicios o mal informadas se obstinan todavía en presentarlo como la tierra clásica de la libertad— se encuentra la curiosa anomalía de dos razas despojadas en beneficio de una tercera, que se atribuye el derecho de vida o muerte sobre ellas y no las considera más que como bestias de carga. Estas dos razas, tan dignas del interés de los espíritus avisados y de los amigos verdaderos de la especie humana, son las razas negra y roja». Y cuando describe a los «piratas de las praderas», refiere que asesinan a los indios «con objeto de ganar la prima que el Gobierno paternal de los Estados Unidos entrega por cada cabellera de un indígena, lo mismo que en Francia se paga por la cabeza de un lobo».