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STEVENSON, Robert Louis

En su Introducción a la literatura inglesa (Madrid: Alianza, 1999), Jorge Luis Borges y María Esther Vázquez escriben que Stevenson «ha dejado una obra importante que no tiene una sola página descuidada, y sí muchas espléndidas» y lamentan que «como a Kipling [1], la circunstancia de haber escrito libros para los niños ha disminuido acaso su fama. La isla del tesoro ha hecho olvidar al ensayista, al novelista y al poeta. Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa».

Stevenson atesora el arte de los grandes narradores, el «talento […] de no tocar nada sin animarlo», según CHESTERTON [2]. Al optimismo y al entusiasmo que impregna sus obras, se suma el elogio de las virtudes de siempre de las novelas de aventuras: generosidad, valor, lealtad. Sus historias terminan bien porque desea que el hombre sea mejor y que triunfen la verdad y el bien. Pero sus personajes no son caricaturas: en los buenos hay errores y mezquindad, en los malos hay rasgos de bondad y de nobleza. Su propósito de no aburrir y su esfuerzo por encontrar la palabra exacta, culminaron en un lenguaje claro y rico, del que suprimía lo superfluo y seleccionaba cada detalle, hasta lograr unas descripciones precisas y expresivas a base de frases cortas y enlazadas unas con otras sin complicación alguna. Así, en La flecha negra leemos: «Zumbando como un gran avispón, surcó el aire una flecha […]. El viejo cayó de bruces entre las coles»; y, en otro momento: «Se apoyó en un árbol, chorreando sangre y agua, magullado, herido y solo».

La isla del tesoro, para muchos la novela que ocupa la cima de la literatura juvenil, la compuso por encargo de su hijastro, que pidió a Stevenson que no aparecieran mujeres en el argumento. El relato en primera persona da verosimilitud a lo contado y exige que los personajes se vayan dibujando de manera indirecta, sin entrar en su intimidad. Está magistralmente logrado el clima de misterio e intriga, es todo un hallazgo la calculada ambigüedad de los personajes, y es también la historia de un viaje —el viaje como destino— y de un aprendizaje de la vida. Jim Hawkins va dejando atrás su timidez, y adquiriendo progresivamente valentía, prudencia y madurez.

Secuestrado, considerada por algunos críticos como la mejor novela de aventuras jamás escrita, tiene protagonistas bien definidos y una acción marcada por la oposición entre sus caracteres. Los demás personajes no son nunca planos —«hasta el peor de los hombres puede tener su lado bueno», dirá David Balfour del capitán Hoseason—, y las descripciones son sencillas y diáfanas —«también me fijé en los marineros del esquife, individuos robustos y morenos, unos en mangas de camisa, otros con chaqueta, algunos con pañuelos de colores al cuello, uno con un par de pistolas en los bolsillos, dos o tres con nudosos garrotes, y todos con sus cuchillos envainados»—.

Catriona, la novela posterior, tiene menos garra, pero, en cualquier caso, Chesterton afirma que «las dos novelas sobre David Balfour son ejemplos muy notables de […] la nota stevensoniana: la manera viva y brillante; los breves discursos; los gestos tajantes y el agudo perfil de energía, como el de un hombre que avanza recta y rápidamente por el ancho camino. Las grandes escenas de Secuestrado, la defensa de la cámara en el buque o el enfrentamiento del tío Ebenezer y Alan Breck, están llenas de estas frases explosivas que parecen derribar las cosas como pistoletazos».

Los críticos siempre se han fijado en el talante optimista que respiran las novelas de Stevenson, un talante que parece quebrarse, sin embargo, en Jekyll y Hyde, una polifacética narración: policíaca, de misterio, de terror, de anticipación científica, según qué perspectiva se prefiera, que sigue al Frankenstein [3] de Mary SHELLEY [4] y que prepara el camino al científico invisible y al doctor Moreau [5] deH. G. WELLS [6]. Al margen de otras interpretaciones, mostrar las dos inclinaciones opuestas en un mismo hombre es algo ya muy antiguo, como deja claro el Dr. Jekyll en su testamento: «Aunque mis circunstancias se presenten como singulares y extrañas, son los extremos de un dilema tan viejo y común como el mismo hombre».

Como las hojas de otoño

Cuando los expedicionarios de la Hispaniola encuentran por fin el tesoro, Jim lo describirá del siguiente modo: «Era una extraña colección […], tan inmensa y variada que no creo haber experimentado un placer mayor que el de clasificarlas: inglesas, francesas, españolas, portuguesas, jorges, luises, doblones, y dobles guineas y moidores y cequíes; las efigies de todos los reyes de Europa de los últimos cien años, extrañas piezas orientales selladas con lo que parecían manojos de cuerdas o trozos de telaraña, piezas redondas y cuadradas, piezas perforadas por el centro como para colgárselas del cuello…, creo que en aquella colección están representadas todas las variedades de monedas del mundo; en cuanto a la cantidad, estoy convencido de que eran como las hojas de otoño, de manera que me dolía la espalda de tanto inclinarme, y los dedos de tanto ordenar».

El juego desesperado de la vida

En La flecha negra, una novela histórica en la línea de Walter SCOTT [7], Stevenson pinta los personajes como en él es habitual: con el claroscuro de la vida real y, a la vez, con el sentido común de quien distingue lo bueno y lo malo. Dick Shelton (como Jim Hawkins), va percibiendo la complejidad de las cosas. Apreciará en lo que vale a su tutor, pero no ignorará su maldad. Entablará buenas relaciones y se divertirá con forajidos como Lawness: el narrador nos dirá que «aunque Dick se sentía incómodo por deber tales favores a un personaje tan equívoco no pudo hacer sino reírse». El mismo Lawness dará lecciones a Dick: «Hermano, sois todo un chiquillo —contestó el viejo bandido […]—. Yo soy un buen cristiano de toda la vida, y no vendo a nadie, ni regateo esfuerzos y riesgos cuando un amigo está en apuros. Pero, vamos, chiquillo, que yo soy un ladrón de oficio, por nacimiento y por costumbre. Si tengo la cantimplora vacía y la boca seca, mi querido niño, yo os robaría, tan cierto como que amo, honro y admiro vuestras cualidades y persona. ¿Se puede hablar más claro? ¡No!». Acto seguido el narrador nos explicará que «Dick […] se admiró de las inconsistencias del carácter de su compañero».

Dick combatirá valientemente pero, cuando ve las consecuencias de algunos de sus actos sobre personas inocentes, «fue presa de una compasión y arrepentimiento tan profundo como inútiles […]. Por primera vez empezó a comprender el juego desesperado que jugamos en la vida y cómo lo que una vez se hace no puede ser cambiado ni remediado por ninguna penitencia». Al término de la batalla, «llegaron a oídos del joven Shelton gritos de violencia y de afrenta procedentes de diversos barrios; mazazos en alguna puerta atrancada, chillidos de mujeres horrorizadas. El corazón de Dick acababa de despertar. Acababa de ver las crueles consecuencias de su propia conducta; y el pensamiento de aquél cúmulo de miserias que se estaban dando en todo Shoreby le llenaban de desesperación». Cuando su amiga Alicia le reprocha su culpa en la muerte de su tío, «reconociendo con amargura los frutos de su valor precipitado e irreflexivo», Dick responde que «sólo fui tan buen soldado como pude, lo mismo que vuestro tío en el otro bando. Y si él viviese, como vive Dios deseo, me alabaría por ello, no me lo reprocharía».

No obstante, los amores de Dick y Joanna llegarán a un final feliz: «Aquellos jóvenes, criados entre las alarmas de la guerra, y recién salidos de múltiples peligros, no eran fáciles ni al miedo ni a la compasión. […] Y ni la ruda soledad del bosque ni el frío de la noche helada, tenían en modo alguno fuerza para ensombrecer o distraer su alegría».

La clave de Jekyll y Hyde

Según Chesterton, «la verdadera clave de la historia no está en el descubrimiento de un hombre sea dos hombres, sino de que los dos hombres no son más que un hombre. […] El quid de la fábula no está en que un hombre pueda desprenderse de su conciencia, sino en que no puede. La operación quirúrgica es fatal en la historia. Es una amputación a consecuencia de la cual las dos partes mueren. Jekyll, al morir, afirma la conclusión del caso: que el peso de la lucha moral del hombre está unido a él y no se puede rehuir de este modo. La razón es que no puede haber nunca igualdad entre el mal y el bien. Jekyll y Hyde no son dos hermanos gemelos. Son más bien, según uno de ellos observa justamente, padre e hijo. Después de todo, Jekyll creó a Hyde; Hyde nunca habría creado a Jekyll, sólo destruyó a Jekyll. […] El momento en que Jekyll encuentra que su propia fórmula le falla por un accidente que no había previsto, es sencillamente el momento supremo de toda historia acerca de un hombre que compra el poder al infierno; el momento en que encuentra el defecto en el contrato. Ese momento llega a Macbeth y a Fausto y a cien otros más; y todo su significado es que nada es realmente seguro, y, mucho menos, una seguridad satánica».

Más información

Los textos entrecomillados de Chesterton, citados anteriormente, corresponden a un ensayo biográfico que dedicó a Stevenson con la intención de llegar al núcleo de sus intenciones más profundas. En su opinión, el autor escocés sentía una creciente necesidad de huir del asfixiante cinismo de muchos hombres y artistas de su tiempo, se veía como «un preso mientras se le conducía encadenado de la cárcel del puritanismo a la cárcel del pesimismo». Y como no tenía nada para guiarle en los locos movimientos y reacciones de la modernidad, como «ni su nación ni su religión ni su irreligión eran aptos para la tarea», decidió volver «al jardín de la infancia que había conocido un tiempo y que era la idea más aproximada que él tenía del Paraíso». Como «un hombre obsesionado por una canción, que anda siempre buscando las notas de una olvidada melodía», y que se da cuenta de sólo los niños la oyen bien, la única respuesta que supo dar a la pregunta “¿puede un hombre ser feliz?”» fue que «sí, antes de que llegue a ser hombre». Stevenson «tuvo la espléndida y resonante sinceridad de dar testimonio, con una voz que parecía una trompeta, de una verdad que no comprendía»: lo que los hombres buscan, en realidad, «es siempre lo mismo: este niño perdido que son ellos mismos, perdido en los profundos jardines al anochecer».

En la sección Robert Louis Stevenson [8] hay comentarios a muchas obras suyas.

Bibliografía:
G. K. Chesterton. Robert Louis Stevenson [9] (1927). En Obras completas, tomo IV. Barcelona: Plaza & Janés, 1962; col. Los clásicos del siglo XX; trad. de P. Romera. Nueva edición en Valencia: Pre-Textos, y Madrid: Fundación Once, 2001; 148 pp.; col. Letras diferentes; trad. de Aquilino Duque; ISBN: 84-8191-397-9.
Javier de Navascués. Un tesoro desenterrado por una generación tras otra. Robert Louis Stevenson, el espíritu de aventura. ACEPRENSA, n. 136/94.
Luis Daniel González.
Una espléndida sinceridad. Comentarios a las obras de Robert Louis Stevenson [10].