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MAXWELL, William

Aunque William Maxwell será recordado siempre por su trabajo como editor de autores como John Cheever o J. D. SALINGER [1] que, posteriormente, reconocieron que su ayuda invisible fue impagable, un relato como Vinieron como golondrinas, título tomado de unos versos de W. B. Yeats que abren el libro, le descubre como un escritor de gran altura.

En pocas páginas, con una prosa transparente y atención al detalle, con una intensidad emocional que también se deriva de los acentos autobiográficos que resuenan en la historia, se muestra el papel central de una mujer en su entorno familiar. Para Bunny, su madre lo es todo; para Robert es la única persona que lo ve normal; para su marido es la razón de su vida y quien le ha dado la forma… Y la casa donde transcurren sus vidas es como un quinto personaje que recoge y refleja los sentimientos que van y vienen entre sus habitantes, también la rivalidad entre los hermanos o la poca sensibilidad del padre hacia las necesidades de los hijos, etc.

Como se indica en el prólogo a esta edición, Vinieron como golondrinas es una ficción minimalista pero bien anclada en la tradición de los mejores escritores europeos decimonónicos como TOLSTOI [2], de quien Maxwell era un gran admirador. También ejemplifica la concepción que tenía el autor de que un relato debe tener algo de revelación y «mostrar la condición humana en el mundo, dar cuenta de la materialidad de los objetos que nos rodean, de los sentimientos que se ocultan tras las fachadas aparentemente imperturbables».

Sin ella «nada era real, ni estaba vivo»

La primera parte de la novela, la centrada en Bunny, es la más entrañable, la que llega por completo al corazón de manera que, al cambiar el foco en las dos partes siguientes, los lectores siguen mirando con el rabillo del ojo a Bunny, intentando entrar un poco en su interior. Los párrafos que siguen pueden dar una idea de los acentos que convierten esta historia en memorable:

Mientras su madre trabaja y dice para sí misma «pañales», se nos dice que a Bunny «la palabra le despertó un leve torbellino de emociones por dentro. En actitud pensativa, fue y se sentó justo a su madre en el banco de la ventana. Desde allí veía el jardín que había entre su casa y la de los vecinos y la verja, y el jardín de los Koenig, y un lado de la casa blanca de los Koenig. Los vecinos eran alemanes, aunque de eso no tenían la culpa, y su hija pequeña se llamaba Anna. En enero, Anna iba a cumplir un año. El señor Koenig se levantaba muy pronto por la mañana, para ayudar a hacer la colada antes de irse a trabajar. La lavadora hacía bom-bom, bom-bom, a las cinco de la mañana. A la hora del desayuno había una ristra de banderas blancas mecidas por el viento del otoño. No eran banderas, claro está: eran pañales, y eso era lo importante del asunto. Nadie se ponía a hacer pañales a no ser que fuera a nacer un niño.

Bunny se quedó escuchando. Por un momento se vio afuera, bajo la lluvia; estaba mojado y reluciente, su mente parecía querer protegerse del viento. Arrancó una hoja húmeda. Pero de estas cosas no se podía hablar.

Siempre que estaba a solas con su madre la biblioteca le parecía un sitio íntimo y hogareño. Apenas hablaban, ni levantaban la mirada, salvo ocasionalmente. Sin embargo, en torno y a través de lo que estuvieran haciendo, cada uno de ellos era consciente de la presencia del otro. Si su madre no estaba, si estaba arriba en su cuarto, o abajo en la cocina, explicando a Sophie cómo tenía que hacer la comida, a Bunny le parecía que nada era real, ni estaba vivo. Las hojas color bermellón y las hojas amarillas que se doblaban y desdoblaban sobre las cortinas dependían completamente de su madre: sin ella no tenían movimiento, ni color».