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WILDE, Oscar

Después de contarlos a sus hijos, Wilde puso por escrito sus cuentos, que, aún con un denominador común, tienen distintos registros. En El Fantasma de Canterville predomina la ironía humorística que brota de contrastar el realismo de la familia norteamericana con la fantasía grotesca del fantasma, de igual modo que en El Cohete ilustre chocan el engreimiento tonto del Cohete con una realidad prosaica. En El Príncipe Feliz, El Ruiseñor y la rosa y El Gigante egoísta, prevalecen la bondad y la generosidad como valores más perdurables que cualquier cinismo y desengaño humano: aquí Wilde busca y consigue conmover.

Los cuentos de Wilde han sido alineados con los de ANDERSEN [1] por su talante aleccionador, por su habilidad compositiva a base de diálogos ingeniosos y descripciones breves pero vivas, por su modo de conjugar los acentos orales con una gran economía de lenguaje, por su intención de comunicar significados profundos a lo que cuenta. El tono y los episodios más característicos de El fantasma de Canterville son bromistas, pero Wilde también quiere recordar que un ser patético sólo puede ser salvado por la inocencia. El príncipe feliz es uno de los cuentos donde mejor se nos enseña la estrecha relación entre la verdadera belleza y el olvido de uno mismo. El ruiseñor y la rosa ha quedado también, entre otras cosas, como una excelente presentación de la inconsciencia estúpida: el estudiante «sólo conocía lo que estaba escrito en los libros» y, al ver la belleza de la rosa, sólo piensa que debe tener «un nombre latino muy largo». El Gigante egoísta es un cuento con multitud de resonancias: el jardín secreto de cada uno en el que hay que dejar entrar a los niños, el niño que responde al Gigante «una vez tú me dejaste jugar en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso». El Cohete ilustre, además de ser una especie de autoburla de sus propias poses, es un cañonazo de Wilde contra las vanidades ridículas, en particular las que proceden de la conciencia de pertenecer a una clase social más alta y la propia del intelectual pagado de sí mismo: «soy tan inteligente que a veces no entiendo una sola palabra de lo que digo», dirá el cohete.

Con el paso del tiempo, lo que ha quedado como lo mejor de Wilde son algunas de sus obras de teatro y estos cuentos, cuyo modo de animar al lector a la generosidad y a la bondad son, en cierto modo, el mejor desmentido a la máxima que propone al comienzo de El retrato de Dorian Grey: «Los libros están bien escritos o mal escritos. Nada más». En esta novela, que algunos consideran hoy algo ardua pero cuyas idea e imagen central son realmente brillantes, Wilde trata de las relaciones entre arte y realidad, del final desgraciado al que lleva el culto a la belleza y al placer, del engaño que comporta cualquier clase de doble vida, de la imposibilidad de matar la conciencia. Y, en su interior, el autor irlandés vuelve a desmentir su afirmación del prólogo de modo contundente: Dorian Grey hace notar a su amigo Harry que sus teorías son «malvadas, fascinantes, venenosas y deliciosas», y le reprocha que «me envenenaste con un libro una vez. No debería perdonártelo, Harry, prométeme que nunca vas a dejar ese libro a nadie. Es peligroso».

Una historia con moraleja

En la biografía firmada por Joseph Pearce, en la que se analizan las contradicciones entre la vida y la obra del autor, se habla de que Wilde, un hombre intoxicado muy joven por el éxito y por la idolatría de sus admiradores, adoptó el espíritu de contradicción como una pose y llegó un momento en que se vio atrapado dentro de su propia máscara. Sin embargo, aunque eso le condujo a un comportamiento muchas veces innoble y abyecto, las conclusiones morales de sus cuentos y de sus obras de teatro contradicen no pocas de sus afirmaciones y, a veces, revelan con asombrosa lucidez la tragedia de vidas como la suya. Lo primero queda de manifiesto en sus cuentos, verdaderas parábolas cristianas en las que habla de amor y sacrificio, y en las que la fe sale triunfante. Y lo segundo en el análisis de obras como El retrato de Dorian Grey, a la que Pearce dedica un capítulo en el que figura una carta escrita por Wilde al director de un periódico con la intención de defender su novela de las acusaciones de inmoralidad que se habían vertido en él:

«El pobre público, al oír de boca de una autoridad tan alta como la suya que éste es un libro infame, que debería ser prohibido o suprimido por un gobierno conservador, sin duda irá corriendo a leerlo. Pero, ¡ay!, se encontrará con que ésta es una historia con moraleja. Y la moraleja es la siguiente: todo exceso, así como toda renuncia, trae consigo su propio castigo. El pintor, Basil Hallward, al venerar en exceso la belleza física, como la mayoría de los pintores, muere a manos de alguien en cuya alma ha creado una monstruosa y absurda vanidad. Dorian Gray, al haber llevado una vida de mera sensualidad y placer, trata de acabar con su conciencia, y en ese instante acaba consigo mismo. Lord Henry Wotton quiere ser únicamente un espectador de la vida. Descubre que aquellos que rechazan la batalla sufren unas heridas más profundas que los que participan en ella. Sí; hay una moraleja terrible en Dorian Gray: una moraleja que el lascivo no sabrá hallar, pero que se hará patente para todos aquellos que gozan de una mente saludable».

Bibliografía:
Joseph Pearce. Oscar Wilde: La verdad sin máscaras (The Unmasking of Oscar Wilde, 2000). Madrid: Ciudadela, 2006; 396 pp.; trad. de Ana Pérez Galván; ISBN: 84-934669-2-1.