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SHAARA, Michael

Algunas personas califican Ángeles asesinos como una de las grandes novelas de guerra de la historia, si no la mejor. Sea o no verdad, es cierto que pocas veces se acaba un relato con una conciencia tan clara de haber leído un texto tan poderoso y absorbente, que además transmite la sensación de que así pudieron ser realmente las cosas.

En la indicación «Para el lector» que figura en su comienzo el autor indica su motivo para escribirla: «Stephen CRANE [1] dijo en cierta ocasión que había escrito La roja insignia del valor [2] porque leer la fría historia no era bastante; quería saber qué se sentía al estar allí, qué tiempo hacía, cómo eran los rostros de los hombres. A fin de vivirlo debía ponerlo por escrito. Este libro obedece a un motivo similar». Y, a continuación, indica las pautas que ha seguido para elaborar su relato: ceñirse a las palabras de los hombres mismos, a sus cartas y otros documentos; no alterar ningún hecho de forma consciente; para condensar la acción eliminar algún personaje menor pero no manipular la acción a sabiendas; modificar el lenguaje un poco para «que la religiosidad y la ingenuidad de la época, que eran sinceras, no sonaran demasiado pintorescas al oído moderno»; señalar que la interpretación de cada personaje es exclusivamente mía». Al final, el lector percibe y agradece su esfuerzo de objetividad de mostrar a todos los personajes con honradez y respeto.

El título elegido se deriva de dos recuerdos de Chamberlain. El primero, cuando un día le recitó a su padre un texto de Hamlet, «¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos!», y su padre le replicó burlonamente que si es un ángel, es un ángel asesino. El segundo, al final del todo, cuando después de contemplar el horror de la batalla, Chamberlain rememora una conversación que había tenido con su ayudante, un hombre muy pegado al terreno, en la que aquel le negaba que el hombre tenía una chispa divina, como afirmaba la madre de Chamberlain. Y Chamberlain concluye con una frase que, significativamente, es la única que va en cursiva en todo el libro: «No hay ninguna chispa divina. Carne animal: Ángeles asesinos». El pensamiento de Chamberlain, que políticamente cabría equiparar al de Abraham Lincoln, se separa en este punto del entonces presidente.

La prosa es precisa. Hay páginas brillantísimas, como las de la arremetida final colina arriba del ejército confederado. El paso narrativo es excelente y la tensión descansa en la enorme habilidad del autor para mostrar el curso de los pensamientos de los actores del drama. A través de las conversaciones y de los monólogos interiores se van mostrando las distintas razones para la guerra, las motivaciones personales de cada uno para luchar, el dolor de que miembros de la misma familia o amigos de toda la vida estén luchando en bandos separados, la conciencia que algunos tienen de que estaba en juego el destino de la nación, el planteamiento casi místico de la profesión militar de algunos mandos…

No hay concesiones irónicas fuera de lugar, salvo algún leve sarcasmo, muy bien ajustado: «Esa noche, a la hora de la cena, alguien comentó de pasada que puesto que el ejército necesitaba munición, ¿no sería lo correcto que las fábricas de munición abrieran los domingos? La mayoría de los oficiales convino en que todavía no hacía falta llegar a tales extremos».

La edición española, que viene acompañada de unos breves prólogo y epílogo a cargo de un historiador, mejoraría con unos cuantos mapas más pues el que tiene resulta insuficiente.

Un borrón en la niebla, una bandera desplegada

Entre las magníficas descripciones, las hay de personas, como la del general Lewis Armistead, de quien se nos dice que era «un hombre sincero, abierto como el amanecer, cortado por el mismo patrón que Lee: vieja familia, caballero de Virginia, hombre de honor, hombre de deber. Era una de esas personas que defendería el terreno si se podía defender, moriría por una palabra. Era alguien en que quien se podía confiar, y si se podía decir alguna verdad sobre la guerra era ésta: te enseñaba cuáles eran los hombres en quienes podías confiar».

Otras se refieren al mundo interior de los protagonistas, como estos pensamientos que asaltan a Longstreet: «No pensaba demasiado en la causa. Era un profesional: la causa era la victoria. Algunas noches pensaba de repente, consternado, que los muchachos contra los que combatía eran los mismos con los que había crecido. La guerra había llegado como una pesadilla en la que podías elegir tu bando. Una vez tomada la decisión, agachabas la cabeza y luchabas para ganar».

Otras son poéticas, y las podría perfectamente firmar Stephen Crane: «Justo antes del amanecer empezó a llover: una lluvia fina y neblinosa que caía fría y limpia empujada por el aire de las montañas. Las patrullas de Buford vieron el alba despuntar alto en el cielo, un rubor agrisado, una rosa sombría. Un muchacho de Illinois se encaramó a un árbol. La bruma cubría Marsh Creek, más blanca aún a la luz creciente. El muchacho de Illinois aguzó la mirada y sintió latir su corazón y vio movimiento. Un borrón en la niebla, una bandera desplegada. Luego las figuras oscuras, una hilera tras otra: efectivos de escaramuzas. Largas, largas filas, como árboles ambulantes, que avanzaban hacia él salidas de la niebla. Experimentó un largo instante de parálisis que pudo recordar hasta el fin de su vida. Luego levantó el rifle, lo apoyó en la rama del árbol y apuntó vagamente hacia el pecho de una figura alta al frente de la columna, esperó, dejó que cayera la lluvia helada, empañándole los ojos. Se frotó los ojos, aguardó, rezó, y apretó el gatillo».

Y otras transmiten el dolor y desolación posterior a la batalla, como una vez en la que Longstreet sale a caballo de Gettysburg, nada más oscurecer, y se nos cuenta lo que ve: «Pasó junto a un carro de enfermería, vio montículos de extremidades que refulgían en la oscuridad, una pila de piernas, otra de brazos. Parecían montañas de gordas arañas blancas. Se detuvo en la carretera y encendió un puro, mirando en rededor a las tiendas y las carretas, escuchando el murmullo y la música del ejército en la noche. Había unos pocos gemidos, sonidos muertos de la tierra moribunda, la mayoría suaves y bajos. Había un fuego a lo lejos, una gran hoguera en la arboleda, hombres silueteados contra el brillo cegador; una banda tocaba algo discordante, irreconocible. Un perro pasó junto a él, atravesó trotando la luz que escapaba de la puerta de lona abierta de una tienda, se detuvo, miró, inspeccionó el suelo, se adentró silenciosamente en la oscuridad. Fragmentos de ropa, árboles, trocitos de papel ensuciaban la carretera. Longstreet lo contempló todo, reanudó el paso. Dejó atrás un montículo negro que parecía extraño en la oscuridad: bulboso, deforme. Acercó su montura y lo vio: caballos muertos. Se alejó del campo, buscando terreno elevado».

Una fe poderosa

El personaje central de la historia es el coronel Chamberlain. Además de su comportamiento siempre recto y heroico, de que a él se le deba el título del libro, y de que sea un capítulo dedicado a él el que cierre la historia, también la breve biografía final deja claro su peso no sólo en la guerra sino en la vida política y social norteamericana posterior. Y además, la única justificación posible de la guerra y las reflexiones más «norteamericanas» son suyas. Véase, si no, una de las veces en las que se nos muestra el curso de sus pensamientos:

«Había crecido creyendo en América y en el individuo, y era una fe más poderosa que la profesaba a Dios. Ésta era la tierra donde ningún hombre tenía que agachar la cabeza. Aquí uno podía liberarse por fin del pasado, de la tradición y los lazos de sangre y la maldición de la realeza y convertirse en lo que uno quisiera. Éste era el primer lugar de la tierra donde el hombre importaba más que el estado. La verdadera libertad había comenzado aquí y con el tiempo se extendería por todo el planeta. Pero había empezado aquí. El hecho de que existiera la esclavitud en esta nueva tierra tan limpia e increíblemente hermosa era espantoso, pero más aún lo era el horror de la vieja Europa, la maldición de la nobleza, que el sur estaba trasplantando a un suelo nuevo. (…) (Un país en el que) no habría nada semejante a un extranjero; sólo había hombres libres y esclavos. Por eso ni siquiera se podía considerar patriotismo, sino una nueva fe. El francés podía luchar por Francia, pero el americano lucha por la humanidad, por la libertad, por el pueblo, no por la tierra».