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FERNÁNDEZ FLÓREZ, Wenceslao

El bosque animado es una obra maestra de la literatura castellana. Pocas veces una tierra y un pueblo habrán sido descritos con tanto ingenio, tanta delicadeza y tanto colorido. Mostrarnos el «tapiz de vida» que es la fraga, da la oportunidad a Fernández-Flórez de hacernos partícipes de su visión entrañable y poética de la naturaleza, y de su cordial ironía hacia los hombres. Sus descripciones contienen metáforas vivísimas vestidas con un lenguaje sonoro y musical. No falta en ellas el sentido del humor, que unas veces deriva hacia el absurdo, otras hacia el sarcasmo, otras hacia las peculiaridades de la tierra: una campesina que se cruza con Marica da Fame, se nos dice, se detuvo unos pasos más allá, «para simular que le nacía una intención, porque por natural que sea el propósito de un campesino gallego, nunca querrá darlo a entender sin disimulo». Pero predomina sobre todo el lirismo tierno y melancólico sin nada empalagoso. Lo real y lo fantástico se funden en una narración hipnótica en la que con tanto interés se siguen las andanzas del bandido Fendetestas, como las tristes vidas de los niños Fuco y Pilara, como las aventuras del topo Furacroyos o del murciélago Abrenoite, como cualquiera de las divertidas y sugerentes fábulas que salpican la historia. El tono amable no impide a Fernández Flórez mencionar con amargura escéptica la oposición entre naturaleza y progreso, las duras condiciones sociales del campo gallego, cuyas gentes son, tantas veces, «como hombres contra los que se hubiese dictado, sin merecerlo, una sentencia de inferioridad» que les excluye de muchos goces y descansos que otros disfrutan.

¿Dónde meter, Señor, tanta agua?

Un pequeño ejemplo de la magia de El bosque animado se puede percibir en un texto como éste: «Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos como si aquel mar tuviese también su plancton. El viento, quizá sorprendido por su fracaso o afligido por su torpeza, se había quedado quieto, quieto, tal la criada que rompió la pecera y encharcó la alfombra. Y en varios días nada se movió bajo la lluvia: ni hojas, ni pájaros, ni hombres. En los establos penumbrosos, los bueyes fumaban su propio aliento, y en el balcón techado del cura, el gato —con la cola pegada al costado izquierdo como una espada—, sentado sobre su vientre miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal desde las tejas, adormecido en romanticismo. Entonces la tierra se puso a trabajar, según su vieja sabiduría, para no anegarse; porque a la tierra le dura aún el terror del Diluvio y por eso emana de ella no sé qué de expectación solemne y de angustia que nos penetra imprecisamente cuando la flagelan los chubascos. ¿Dónde meter, Señor, tanta agua? ¿Qué hacer con ella? Y primero la escondió en los sembrados esponjosos y bajo la hierba de los prados, y luego hizo barro del polvo de los caminos, y como aún caía más, todo se dedicó a ayudarla: las plantas bebieron hasta engordar; las corredoiras aviniéronse a convertirse en cauces; los arroyuelos que bajan hasta el río, olvidados entre herbazales, se dieron una prisa ruidosa en llevar y verter su hinchada corriente; cada planicie arada se hizo cartel de escudo, a barras alternadas de plata y ocre, y como escudos de metal abandonados nacieron aquí y allá charcos inmóviles. En la fraga todos trabajaron también: los musgos se ensancharon; las piedrecitas de cuarzo de los senderillos dieron toda la tierra que adhirieran y se quedaron blancas y delatadas; cada hoja cargó todas las gotas que pudo soportar y las sostuvo en lo alto, y esos enanitos de gorros de colores que son los hongos y que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia, nacieron a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones; porque uno de tallo encorvado que tenía su remate plano e irregular, era evidente que caricaturizaba a la bruja de Orto que atravesaba la fraga con su viejo paraguas abierto, y otro pequeñito y de rojo casquete quería sin duda remedar a una antigua y breve sombrilla encarnada de su madre».

Otro libro: El terror rojo [1].