- Bienvenidos a la fiesta - https://bienvenidosalafiesta.com -

DELIBES, Miguel

«En El camino me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio», dice Delibes. En efecto, con esta novela comienza esa típica forma suya de escribir caracterizada por una llaneza casi meseteña, y que no es superficialidad sino una manera de presentar los hechos, dejando que sea el lector quien reflexione. Además de un cuadro costumbrista de la España rural de la posguerra, el autor ofrece un momento crítico en el proceso de formación de Daniel en ese ambiente: su abandono del mundo de la infancia. Los buenos días pasados junto al «Moñigo» y el «Tiñoso» se revelan de golpe como un dulce sueño del que hay que despertarse para emprender «el camino». Pero surge la pregunta inquietante: ¿es necesario para ello dejar el pueblo donde Daniel ha aprendido tantas cosas, incluida la experiencia de la muerte? ¿Hasta qué punto los padres tienen poder decisorio sobre lo que es bueno o malo para el hijo? Delibes parece poner en duda que el «hacer carrera» suponga la condición para una vida más feliz.

Delibes es un gran conocedor de la mente y el corazón de los niños. Así cuenta cómo se planteó El príncipe destronado: «A mí me pareció siempre la principal dificultad tomar como protagonista a un niño de tres años y que se comportara como un niño de tres años; sostener una novela con ese protagonista… (Fue) un desafío a mí mismo. Siempre ha habido niños pequeños a mi alrededor. Yo cuando nací era el tercero de ocho hermanos, luego he sido padre de siete hijos y ahora tengo quince nietos, de modo que en mi vida siempre han revoloteado niños a mi alrededor. Fue, en efecto, un desafío, un “más difícil todavía”. Había manejado niños en El camino, en La sombra del ciprés, en Sisí, en Las ratas, pero nunca uno de tres años, que es la edad de Quico, otra de uno y medio, como tiene la hermana, y el mayor de cinco que son los que tiene Juan».

En El príncipe destronado Delibes hace una crítica certera a lo que llama «la guerra de Papá» que, más allá de la situación política concreta, es también el comportamiento familiar autoritario. Es dramático el enfrentamiento entre los padres de Quico con él en medio: «La mujer en la cocina, Quico», dice su padre; «nunca creas que tú eres la verdad, hijo», replica su madre. Los magníficos diálogos de los niños indican un espíritu de observación y un talento inusuales, que arrancan muchas veces la sonrisa y, en ocasiones, la carcajada del lector: «—¿Verdad, Vito, que hoy no me he hecho pis en la cama? —No, majo».

Como corresponde a la mayor edad de sus protagonistas, en El camino se hace notar cómo los niños experimentan la incomprensión que los adultos tienen de su propio mundo: «Los grandes raramente se percatan del dolor acerbo y sutil de los pequeños», y con frecuencia «atribuían las desgracias a las imprudencias de los niños, olvidando que estas cosas son siempre designios de Dios y que los grandes también cometen, a veces, imprudencias». Y cómo en la vida de los niños hay sucesos y momentos ligados a descubrimientos esenciales, que también los adultos muchas veces ignoran: «Algo se marchitó de repente muy dentro de su ser: quizá la fe en la perennidad de la infancia. Advirtió que todos acabarían muriendo, los viejos y los niños. Él nunca se paró a pensarlo y al hacerlo ahora, una sensación punzante y angustiosa casi le asfixiaba».

El peor tirano conocido

El tema principal de El camino es la llegada de la edad adulta y el consiguiente trauma de abandonar el puerto seguro de la infancia, la felicidad rota por el desarraigo y la separación.

«A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega dócil y confiada de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de decidir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?»

Otros libros: Dos cuentos de Miguel Delibes [1]; Señora de rojo sobre fondo gris [2]; La bruja Leopoldina y otras historias reales [3] (edición que reúne los textos publicados en libros que se habían titulado Mi vida al aire libre y Tres pájaros de cuenta); Los niños [4].