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ALCOTT, Louise May

Mujercitas sigue conmoviendo también ahora, a pesar del estilo azucarado que puede parecer excesivo para ciertas sensibilidades y a pesar de los evidentes objetivos pedagógicos que persigue Alcott, de inculcar amor al trabajo, tolerancia, necesidad de ayuda mutua, etc. Se puede decir que no alcanza la excelencia literaria porque le falta la contención emocional de las novelas de Jane Austen [1], pero que es inmortal como ellas por su magnífica presentación de las formas de ser y de comportarse de las heroínas, y porque toca resortes humanos profundos que pasan por encima de los aspectos circunstanciales de la historia.

La descripción precisa y detallada de los caracteres de las hermanas es convincente. Y la sencillez, la espontaneidad, el sentido común y el optimismo que respira toda la novela, tiene tanta capacidad de conmover al lector hoy como ayer. Se la puede calificar de historia de «buenos sentimientos», que no suenan a falso porque sabemos no sólo que bien pueden ser reales sino que lo son en muchos casos. Así, nos puede hacer sonreír leer que «Beth cantaba como una pequeña alondra», pero, a pesar del énfasis, asentimos al escuchar que «en el mundo hay muchas Beth, temerosas y pacíficas, refugiadas en sus rincones hasta que se las necesita, que viven para los demás con tanta alegría que nadie cae en la cuenta de sus sacrificios hasta que deja de oírse el laborioso zumbido de la hacendosa abeja y se esfuma el reconfortante rayo de sol, dejando sólo la sombra y el silencio». Por otro lado, no faltan punzadas de crítica social y comportamientos enérgicos cuando es necesario: por ejemplo, la autora, por boca de la madre, rechaza con fuerza los métodos autoritarios en la enseñanza, tan frecuentes entonces.

En general, si algo caracteriza Mujercitas es lo que se podría llamar «calor familiar». En las descripciones ambientales: «Un atardecer de diciembre, mientras fuera estaba nevando apaciblemente y crepitaba en el hogar una lumbre reconfortante»; en las escenas de interior: «Hubo abundancia de risas, besos y comentarios, con aquella espontaneidad que brota del cariño, propia de las celebraciones familiares, con una satisfacción tan duradera que se recuerda por mucho tiempo y ahuyenta las preocupaciones»; y, sobre todo, en la omnipresencia de la señora March: «Su madre siempre se asomaba a la ventana para decirles adiós con la mano y sonriendo, como si no pudieran pasar el día sin aquella postrera visión del rostro materno, que les producía el efecto reconfortante de un rayo de sol».

Cabe apuntar también que reprocharle a la escritora que no tuviera objetivos feministas más modernos, que presente de buen grado la realidad tal como era y, por tanto, que asigne a las hermanas March papeles femeninos tradicionales, es ilógico e injusto: entre otras razones porque ella no tuvo la culpa ni del siglo que le tocó vivir, ni de la educación que recibió. Pero además parece importante puntualizar que si leemos obras del pasado es para intentar comprender otros modos de pensar y actuar, y así aprender las cosas que nos pueden enseñar, y no para sentirnos satisfechos con nosotros mismos, seguros de nuestra superioridad. Aparte de que no tiene sentido criticar cualquier didactismo antiguo para caer en otro didactismo moderno más estrecho.

Aquellas mujercitas

En la edición completa que se menciona más atrás se contienen algunas páginas que se suprimieron cuando el texto se imprimió las primeras veces, y también figura la segunda parte de la historia, que ocurre varios años después y que se centra, sobre todo, en asuntos matrimoniales de las March (de hecho, antiguamente se tituló en castellano Aquellas mujercitas y en inglés Buenas esposas). Comienza con la boda de Meg y luego narra unos viajes de Amy y Laurie a Europa, que comienzan por separado pero que terminan juntos, y una estancia de Jo en Nueva York, con sus primeros pinitos, bien remunerados, como escritora en periódicos, y su amistad creciente con el bondadoso profesor Bhaer, un emigrado alemán.

Aunque cuando se habla de estas novelas se suele poner el acento en las chicas, lo cierto es que la gran protagonista es la figura ejemplar de la madre, que no sólo es una referencia de sentido común y de saber estar para sus hijas, sino que también les asegura, con toda convicción, que «el reino que mayor felicidad puede aportar a una mujer es su hogar y que saber dirigirlo, no como reina sino como madre y esposa, es, además de un arte, un gran honor» (se ve la que señora March no sabía lo que se le podía venir encima en el futuro).

La narración procura ser en todo momento equilibrada. Por ejemplo, en el relato se aplaude sin reservas el espíritu audaz y la independencia de criterio de Jo, pero a la vez, en un episodio se hacen notar las consecuencias que le causa no saber medir sus palabras. O se critican las ansias de destacar en sociedad de Amy, lo que «la llevaba, con frecuencia, a confundir lo verdadero y lo falso, y a admirar a quienes no merecían la menor admiración», pero más adelante apunta cómo, en una discusión con sus hermanas, les dice que sí, que desea «ser una dama tanto en mis pensamientos como en mis actos», es decir, una mujer excepcional… como su madre.