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SALAS, Alberto

El llamador es una obra comparable a Las musarañas [1] de José Antonio MUÑOZ ROJAS [2] por sus contenidos, su alta calidad literaria, el cuidado en la construcción de cada episodio. Alberto Salas hace desfilar por delante del lector personas y ambientes, un mundo rico y en continuo movimiento. La prosa es elegante y precisa, los acentos son nostálgicos pero eluden cuidadosamente cualquier asomo de sentimentalismo, y la mirada se fija sobre todo en los momentos en que se graban impresiones indelebles y se afianza la personalidad futura.

Por ejemplo, el autor habla de que, cuando las novelas de aventuras invadieron su imaginación, siempre «un libro de esas aventuras maravillosas alternaba, en la valija que llevaba a manera de mochila, con los tediosos textos de lectura, con la pesadilla de los primeros decimales». Rememora que, hasta los ocho años, vivió en la creencia de los Reyes Magos hasta el punto de que «cierta vez descubrí en la tierra húmeda la huella de los camellos», y de cómo «aquellos días nos parecían el colmo de una dicha inagotable, que no nos cansaría jamás, que nunca podrían ponernos tristes, llenarnos de esa leve angustia que desde hace años nos traen las fiestas del calendario». Explica cómo las partidas de taba, en las que contemplaba rostros «en los que se miraba el alma», rostros dominados por el afán vertiginoso del desquite, me escarmentaron tempranamente del juego, que en algunas caras me asustaba como un borde de la muerte».

Educación ¿anticuada y excesiva?

En medio de los recuerdos nostálgicos que desgrana el narrador en el capítulo titulado «El asado, la taba y sus hombres», vemos también modos de actuar que revelan la buena educación de antes, o la buena educación a secas, que a la vista de los excesos en sentido contrario hoy ya no provoca sonrisas sino admiración.

«Eran hombres que nos trataban de Vd. […]. Sabíamos, sin pensarlo, que aquel tratamiento ceremonioso que nunca nos desdeñaba, no excluía la ternura ni el cariño. Raramente los sentimientos hallaban su expresión en las palabras; integraban un mundo recatado, íntimo, que sólo se mostraba en la fugacidad de algún gesto, un entrecerrarse de los ojos, en una sonrisa que distendía el gesto severo. […]. Su idioma, porque era otro idioma, parece ya irrecuperable en su integridad. Pero a veces, alguien, inesperadamente, tiene el don de pronunciar alguna palabra maravillosa, una palabra de ellos, con la misma entonación un poco empacada y sentenciosa, y las imágenes, sensaciones y rostros vuelven con plenitud, con toda la verdad que tuvieron y que secretamente conserva el recuerdo. Son un breve instante, el raro privilegio de volver a sentirse sentado en una silla de paja, o apoyados en una pared blanqueada con cal escuchando la conversación de los mayores, cuidadosa y recatada cuando se hablaba ante mujeres, ablandando su rudeza habitual. Y si la conversación exigía de ellos algún calificativo un poco violento, ya lindero con el insulto, no lo pronunciaban sino después de un solemne “Con perdón de los presentes”, que por un momento interrumpía el relato. En la conversación jamás elogiaban a alguien, particularmente a un mujer delante de otras, sin manifestar el consabido “Mejorando lo presente”, que ahora nos haría sonreír por anticuado y excesivo. Recuerdo bien que rehuían los diminutivos como quien evita una caricia ante los demás, y que su conversación pocas veces recaía en lo sentimental, cuidadosamente eludido.»