EDUCACIÓN LITERARIA ● Educación lectora y educación literaria

 
EDUCACIÓN LITERARIA ● Educación lectora y educación literaria

Educación lectora y educación literaria

Podemos representar el proceso de llegar a ser un buen lector como la subida de tres escalones, aunque nunca dejemos ninguno del todo atrás. El inicial es el aprendizaje de las primeras habilidades lectoras, incluidas las que se refieren a la comprensión de las imágenes. El segundo es la capacidad de diferenciar las buenas historias de las malas, nos lleguen en el soporte que nos lleguen. Y el tercero, la educación literaria propiamente dicha, es el que conduce al aprecio de la buena literatura. Cada uno de los tres escalones nos hace capaces de comprender un secreto distinto: el de los signos, el del lenguaje, y el del mundo. Y, «cuando los tres se combinan, empieza la emoción» (1).

En relación al primer escalón, una primera cosa que cabe apuntar aquí es que tantísimo interés en que los niños aprendan las cosas lúdicamente, y tantísima insistencia en la plasticidad casi mágica de los niños para aprender idiomas y cualquier cosa cuando son pequeños, a muchos les hace olvidar que su facilidad para no aprender y para olvidar es muchísimo mayor, y que las destrezas, si no se ejercitan continuamente, se pierden.

El sentido común y la experiencia nos hablan, en el ámbito familiar, de la conveniencia y necesidad de que los padres lean y cuenten relatos a sus hijos; de que luego compartan distinto tipo de historias con ellos y de que valoren la lectura en voz alta; y de que mantengan el esfuerzo no sólo en los primeros años de vida del niño (2) sino también en los primeros pasos de su etapa como lector autónomo (3). Y, en el ámbito colegial, nos hablan de la importancia de una enseñanza bien estructurada y bien impartida, con abundantes ejercicios, en materias como la ortografía, la gramática, la riqueza de vocabulario, la comprensión lectora, etc.

No está de más recordar que no hay caminos fáciles para lo difícil: que ningún avance técnico sustituirá nunca el papel del adulto-intermediario que cuenta historias al pequeño, que las lee con él, que responde a sus preguntas y aviva su curiosidad. Y si el aprendizaje de la lectura, y la lectura en sí misma, siempre han costado esfuerzo y tiempo a los educadores, estos son más necesarios hoy, cuando la complejidad de la vida es mayor y hay otros medios que se presentan ante los niños con indudables ventajas de atractivo y comodidad.

Luego, conviene tener presente que si, al principio de la vida, leer es escuchar, pero también mirar y contemplar, más aún en una sociedad como la nuestra, en la que saber leer no significa lo mismo que ayer, ni aprender y enseñar a leer se puede plantear como ayer. En esta dirección tienen una particular importancia los álbumes ilustrados, esos libros en los que las ilustraciones no son un complemento del texto sino que, conjuntamente con las palabras o incluso sin ellas, componen el mismo texto de la historia (4). Tener en cuenta esta realidad es un punto de partida para una educación donde leer no se comprende sólo como descifrar signos, sino como una tarea emocional que incluye contemplar, deteniéndose para saber integrar palabras e imágenes en contextos más amplios.

Por otra parte, la cultura de la imagen no sólo induce y altera las emociones sino que dificulta un pensamiento coherente y bien hilado. Sólo un aprendizaje lector bien llevado puede proporcionar a los niños las primeras armas del pensamiento, pues aprender a hablar y aprender a leer (ver, reflexionar, comprender) es aprender a pensar. A veces se acentúa la importancia de las historias juguetonas para las primeras edades y, ciertamente, son fundamentales para la educación de la sensibilidad, pero son también básicos los relatos llenos de sentido. En esa línea, los buenos álbumes ilustrados son, para todos, como despertadores de la reflexión; y, para los niños, pueden tener algo de vacuna contra el mundo rápido de las imágenes inconexas con las que son y serán bombardeados, y ser una gran forma de ayudarles a «leer de verdad» y adquirir el hábito de detenerse a contemplar, por un lado, y a reconocer y gobernar los sentimientos propios y ajenos, por otro.

Ya en el segundo escalón, se ha de partir de la base de que muchos chicos y chicas no serán nunca consumidores de ficciones en formato libro: nuestra sociedad les suministra muchas por otros medios y, además, la mayoría de la población no ha sido nunca muy lectora. A eso se ha de sumar que, entre quienes sí lean libros, siempre habrá lectores de primer nivel —los que se conforman con saber lo que sucede— que nunca llegarán a ser lectores de segundo nivel —los que desean saber cómo se relata lo que sucede— (5). Pero a unos y a otros es necesario impartirles la formación básica que les permita enfrentarse a toda clase de relatos.

En esa dirección la primera consideración es que, para ayudar a un niño a saber leer cualquier clase de ficciones, un primer paso son las narraciones básicas propias de nuestra cultura: las que proceden del mundo antiguo, las que contiene la Biblia, los cuentos populares. Por un lado, contar esos relatos es importante para poner las bases de la formación cultural y para fijar un orden en la mente: no tienen sentido los guiños posmodernos de tantas historias actuales si no se han conocido a su tiempo las versiones originales en las que se basan (6). Por otro lado, acudir a los orígenes es la única manera de facilitar un gozo inmediato de los textos que amplíe la experiencia personal, una experiencia menos mediada y menos dictada por otros, una condición básica para fomentar una creatividad que sea verdaderamente original (7). Además, en otro orden de cosas, ese material es el más apropiado para llegar a tener unas primeras nociones de las cualidades de una buena narración y de los defectos de una mala, para llegar a saber qué personajes están bien dibujados y por qué, qué descripciones son buenas y por qué, qué estructuras son consistentes y cuáles no.

La segunda consideración es recalcar la importancia de hacer todos los esfuerzos posibles para proporcionar, a los niños y jóvenes, un buen primer acercamiento a las obras clásicas. Con ese fin son útiles las buenas adaptaciones, aunque ciertamente haya que distinguir qué libros las soportan bien y cuáles no, y se hayan de seleccionar atendiendo a la calidad de la adaptación y a las necesidades de los alumnos. Tienen una función que cumplir también las buenas adaptaciones en cine o en series de televisión, pues para unos puede ser una forma de abrir el deseo de leer los libros, y para otros será su único contacto con esas obras pues nunca leerán los originales (8); y, aparte, porque puede ser una buena forma de hacer notar las diferencias entre lenguajes (9).

La tercera es indicar que otro esfuerzo general necesario es el de dar al pasado la importancia que tiene. Enseñar el entorno no es tan necesario: estamos rodeados por él, lo queramos o no, y hay muchas instancias que nos lo explican, también lo queramos o no. Lo que los chicos y todos necesitamos más es perspectiva: comprender las ficciones de ahora depende de que conozcamos mínimamente las obras anteriores y los hechos históricos que las enmarcan (10).

En cuanto al tercer escalón, la educación literaria propiamente dicha, quizá lo primero es señalar que la gran abundancia de ficciones en imágenes de nuestra sociedad no atenta contra la lectura o la literatura, como a veces se sostiene, sino contra ciertas malas lecturas: antes que leer una novela que describe las escenas de una película es mucho mejor ir a ver la película; esta puede ser superflua o no, pero la novela casi seguro que lo es. Es decir: un elogio genuino de la literatura sólo puede hacerse a partir de aquello que sólo los buenos libros pueden dar y no de lo que nos puede dar mejor una película.

Sin duda podríamos hacerlo a partir de la categoría que tiene una buena descripción de la naturaleza en manos de un maestro, pero mientras eso podría ser discutible pues, a fin de cuentas, con imágenes podemos mostrar cualquier paisaje, lo que no admite objeción es que la buena literatura puede presentar los mundos interiores de las personas con una riqueza de matices inalcanzable por otros medios. Incluso al plantear la lectura de relatos como evasión, se ha de subrayar lo mismo: que se ha de buscar como un entretenimiento que nos enriquece de verdad porque desarrolla nuestra capacidad de pensar y porque nos aporta un conocimiento de la naturaleza humana imposible de lograr por otros medios.

Además, un educador sensato no ignora el valor de revelación que pueden tener algunos libros con éxito —es lógico que un niño reaccione con entusiasmo ante una obra que no es original en sí misma pero que sí lo es para él, y que conecte con una historia o con un modo de contar que le resultan cercanos—, por más que siempre deba intenta siempre apuntar alto en sus ambiciones. Pero, al final, quien de verdad se plantea la educación literaria nunca olvida que «hay tres tipos de lector: el que disfruta sin juicio; el que, sin disfrutar, enjuicia, y otro, intermedio, que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando; éste es el que de verdad reproduce una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo» (11).

 

NOTAS:

En sus primeras redacciones, «Educación lectora y educación literaria» fue parte de un texto utilizado en charlas y coloquios para profesores y alumnos, los últimos en Fomentos de Centros de Enseñanza en marzo de 2010 y en el Centro Universitario Villanueva en abril de 2010. Luego lo modifiqué un poco para publicarlo en una recopilación de textos que titulé Lujo y necesidad.

(1) «La lectura comprende tres secretos claramente definidos e independientes: comprensión de la letra impresa, comprensión del lenguaje y comprensión del funcionamiento del mundo. Cuando los tres se combinan, empieza la emoción».
Mem Fox, Leer como por arte de magia: cómo enseñar a tu hijo a leer en edad preescolar y otros milagros de la lectura en voz alta (Reading Magic, 2001), Barcelona: Paidós Ibérica, 2003, p. 105.

(2) Hay ideas al respecto en la conocida obra de Daniel Pennac, Como una novela (Comme un roman, 1992), Barcelona: Anagrama, 1994, 10ª impr.

(3) «El libro es (…) un discurso que permanece incluso después de haber sido pronunciado: gracias a los signos, que tienen la propiedad de la duración, el lector puede hacer que la palabra se repita continuamente. Naturalmente, de esta forma se hace claro también qué debería ser la lectura: un despertar del discurso hablado. Cuando un hombre de la antigüedad tomaba un libro en sus manos —o mejor, un rollo de escritura; el libro tenía para él una figura distinta que para nosotros—, no leía sólo con los ojos, sino que pronunciaba las palabras a media voz. Tenía de esta forma la garantía de que se hacía evidente la forma entera de la palabra y de la frase. Hablaba y escuchaba al mismo tiempo y, escuchando, controlaba la propia lectura.
Nosotros, hombres de hoy, leemos callando, y con esto corremos el peligro de no captar hasta el fondo el sentido de las palabras. Los ojos se deslizan de un signo a otro, el intelecto se dirige inmediatamente a sus significados; cae el elemento corpóreo. En esto se encuentra el objetivo de aprender a leer, sobre todo cuando se trata de libros en los que es esencial la sonoridad de la palabra; cuando se trata de lenguaje estilísticamente elaborado, sea prosa o poesía. Cosas de este tipo, cuando se leen, habría que referirlas al discurso hablado. La ganancia sería grande».
Romano Guardini, Elogio del libro (Lob des Buches, conferencia de 1948, editado como libro en 1963), Madrid: Encuentro, 1998, pp. 47 y 48.

(4) Sobre la cuestión tratamos extensamente Fernando Zaparaín y yo en Cruces de caminos. Álbumes ilustrados: construcción y lectura (2010), Valladolid y Cuenca: Servicios de publicaciones de la Universidad de Valladolid y de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2010.

(5) Distinción de Umberto Eco, Sobre literatura (sulla Letteratura, 2002), Barcelona: RqueR, 2002, p. 235.

(6) «Sobre todo en un momento en que puede ganarse el reconocimiento de la crítica gracias al descubrimiento de nuevas lecturas que a nadie más se le habría ocurrido, la tentación de recurrir a inversiones resulta difícil de resistir para algunos críticos. Cualquier afirmación puede cambiarse por su opuesta y así hacerla más “interesante”. Cualquier obra puede revisarse y hacer que los tres cerditos se transformen en malvados y el lobo en un héroe trágico.
(…) Una vez captado el truco, uno puede improvisar indefinidamente inversiones que podrán parecer ingeniosas a unos pocos pero que no significan nada para la inmensa mayoría. En cierto sentido están permitidas… al fin y al cabo, a nadie se le ocurre promulgar leyes contra la improvisación».
Wayne C. Booth, Retórica de la ironía (A Rethoric of Irony, 1974), Madrid: Taurus, 1989, 2ª ed., p. 46.
En la misma línea, Gerard Genette, después de comparar distintas obras clásicas que tratan de distinto modo sobre la boda de Rodrigo Díaz de Vivar con doña Jimena, dice: «Estoy esperando la versión “moderna” cuyo motivo sería, por supuesto, que Rodrigo mata al conde porque ama a Jimena, y que Jimena ama a Rodrigo porque él ha matado a su padre».
Gerard Genette, Palimpsestos: la literatura en segundo grado (Palimpsestes, 1982), Madrid: Taurus, 1989, p. 419.

(7) Hay un tipo de escuela o de enseñanza que Robert Spaemann describe como «una escuela de la falta de alegría». Es una escuela, dice, que no amplía la experiencia, no fomenta la creatividad, sino que transmite la perspectiva del ayuda de cámara. Es una escuela en la que, «antes de saber quién era Schiller se entera uno de que era una persona como tú y como yo y que no se llevaba bien con las autoridades. Antes de que saber qué es algo, uno se entera de que debería ser de otra manera. Y puesto que uno mismo no puede comprobarlo mediante experiencias adecuadas al respecto, tiene que creer al profesor».
Esta idea de la «falta de alegría» se puede aplicar también —aunque aquí los comentarios del filósofo alemán van algo más lejos— a la enseñanza de la literatura en relación a su pérdida progresiva, en las últimas décadas, de «su función formativa en estética y moral. Una función de este tipo depende, claro está, de que entre el texto y el lector surja una especie de inmediatez, como la que surge cuando los niños derraman lágrimas por la muerte de Winnetou, o cuando los adultos participan de la ira o la compasión del comisario Maigret en sus pesquisas para dar con el criminal. Condición de dicha inmediatez es la intentio recta de los juicios de valor comunes. La clase “formativa” de literatura, guiando y ejercitando la atención, ilustrando y destruyendo así las barreras históricas y familiarizando con la forma lingüística también de textos clásicos complejos, tenía el propósito de crear una “facilitada inmediatez”, de aumentar el disfrute de la lectura y de modificar y enriquecer así la existencia y la relación con el mundo propias. Cuando, por el contrario, no se trata de hacer posible la intentio recta, sino que, a la inversa, el objetivo es producir una intentio obliqua, cuando el distanciamiento histórico y la objetivación científica de los textos no son una fase de transición sino el fin de la clase de literatura, cuando, por tanto, los textos son un material para ejercicios científicos y no los ejercicios científicos medios que dispongan para el disfrute de los textos, en ese caso no puede darse tal efecto formativo. El texto no pasa de ser objeto dominado, no es “incorporado” y no cambia al lector».
Robert Spaemann, el primer párrafo pertenece a «¿Es la emancipación un objetivo de la educación?» y el segundo a «Sobre el sentido de la clase de ética en la escuela», ambos en Limites, acerca de la dimensión ética del actuar (Grenzen, Zur ethischen Dimension des Handelns, 2001), Madrid: Eiunsa, 2003, pp. 461 y 492.

(8) Algunas series televisivas de la BBC basadas en novelas de Charles Dickens o de Jane Austen son un buen ejemplo de lo que quiero decir.

(9) Son ilustrativas las explicaciones de David Lodge acerca de por qué no son nunca del todo satisfactorias las adaptaciones al cine de las novelas de Henry James, y, con matices, lo mismo podríamos aplicarlo a las de Jane Austen o George Eliot. La razón básica, dice, es que cualquier medio que se basa en la representación del mundo visible se ha de adaptar mal a la representación de la conciencia, que es algo invisible. Un medio como el cine, sigue Lodge, puede conseguir un poderoso efecto emocional como consecuencia de la suma de diálogo, actuación no verbal, imaginería sugerente del decorado, fotografía y música e iluminación apropiadas… Pero no es semánticamente muy fino pues no puede ofrecer sutiles discriminaciones de la vida mental de un personaje ni alcanzar los delicados matices psicológicos a los que puede llegar la prosa de un novelista como Henry James, interesado en saber «cómo interpretan los individuos el mundo para sus adentros y, a menudo, yerran el tiro; cómo las mentes de individuos sensibles e inteligentes no cesan de analizar, interpretar, anticiparse a, sospechar de y cuestionar en el fondo sus propias motivaciones y las de los demás». Y, a continuación, Lodge señala cómo, en el cine, «la expresión facial, el lenguaje corporal, la imaginería visual y la música pueden aportar gran expresividad, pero carecen en cambio de precisión y capacidad discriminatoria, pues apelan a emociones básicas, obvias: el miedo, el deseo o la dicha».
David Lodge, La conciencia y la novela – Crítica literaria y creación literaria (Consciousness and the Novel, 2002), Barcelona: Península, 2004, p. 175.

(10) «El alumno está rodeado por todas partes de las realidades de su tiempo, pero carece de perspectiva desde la que mirarlas. Como la universitaria que escribió en un trabajo sobre Lincoln que éste fue al cine y le pegaron un tiro, muchos estudiantes entran en la universidad sin saber que el mundo no se hizo ayer. Sus estudios empiezan en el presente y no se sumergen en el pasado más que esporádicamente, cuando parece necesario o inevitable». Por tanto, anima Flannery O’Connor a los profesores, intentad que el alumno «llegue a la literatura contemporánea con esta experiencia [de la literatura del siglo XIX] a sus espaldas, y estará mucho más capacitado para ver y abordar las exigencias más complicadas de la mejor literatura del siglo XX».
En otro momento de la misma conferencia dice: «El profesor de letras de secundaria cumplirá con su responsabilidad si proporciona al alumno la oportunidad de guiarle, a través de la mejor literatura del pasado, hasta la comprensión de la mejor escritura del presente, con el tiempo. Enseñará literatura, no estudios sociales, ni pequeñas lecciones de democracia, ni las costumbres de otras tierras. ¿Y si el alumno no lo encuentra de su gusto? Bien, lo lamentaremos. Infinitamente. Pero no debe tenerse en cuenta su gusto: se está formando».
Flannery O’Connor, «La literatura en el instituto», Misterio y Maneras (Mystery and Manners, 1969), Madrid: Encuentro, 2007, pp. 146 y 147.

(11) Aforismo de Goethe, de una carta escrita el 13 de junio de 1819, leído en el libro de Hans Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria: ensayos en el campo de la experiencia estética (Ästhetische Erfahrung und literarische Hermenutik, 1977), Madrid: Taurus, 1986, p. 78.

 


1 marzo, 2010
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