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Olalla (1885) y El tesoro de Franchard (1883)

Los dos últimos relatos de Stevenson [1] contenidos en Los juerguistas y otros cuentos y fábulas son Olalla y El tesoro de Franchard. Se podría decir que ambos ponen de manifiesto las barreras que tenemos para comprender de verdad a los demás.

El narrador de Olalla es un soldado inglés sin nombre que se recobra de sus enfermedades en España y reside un tiempo de su convalecencia con una familia de orígenes nobles compuesta por la madre, un hijo llamado Felipe, y una hija de nombre Olalla. El narrador considera un tanto estúpidos a la madre y al hijo, aunque se siente a gusto en su compañía y, al principio, que no ve a Olalla, los días transcurren, dice, como «un desierto de horas vacías». Pero todo cambia cuando conoce a la chica y ambos se enamoran. El comportamiento enfermizo y agresivo de la madre le obliga a dejar la casa e irse a vivir al pueblo. Le insiste a Olalla en que huya con él pero ella no accede.

Esta historia tuvo su origen en un sueño y en un relato previo de Edward Bulwer-Lytton [2] titulado Strange Story. Tiene aires un tanto góticos y en ella se aprecia el desconocimiento del mundo católico español de Stevenson. En un breve comentario, Chesterton [3] ironiza cuando señala cómo el joven protagonista escocés de la historia desaprueba con aires graves el crucifijo español por su arte torturado y su expresión violenta, seguramente pensando en dejar aquella tierra lóbrega para volver a su tierra y allí gozar del encanto y alegría de… Janet la contrahecha [4]. Pero hasta Stevenson reconoce que Olalla sacaba más consuelo del crucifijo que Janet del ministro o, sigue diciendo Chesterton, que el ministro del ministerio.

Ese momento, al final de la historia, sucede cuando el narrador se encuentra con Olalla y esta le dice que mire con sus ojos, contemple el rostro del Crucificado, y que se dé cuenta de que ella será más feliz si acepta de buen grado su dolor y su carga familiar. El narrador entonces dice: «Miré el rostro del Cristo, y, aunque no soy amigo de imágenes y desprecio ese arte imitativo y exagerado, del cual era un tosco ejemplo, comprendí en parte su sentido. Aquel rostro me miraba contraído de dolor y pesar, pero los rayos de gloria que lo rodeaban me recordaron que su sacrificio había sido voluntario. Estaba allí en lo alto de la roca igual que sigue estándolo en el cruce de muchos caminos, predicando en vano a los viajeros, como un símbolo de muchas verdades nobles y tristes: que el placer no es un fin, sino un accidente; que el dolor es la elección de los magnánimos, y que la virtud está en sufrir y hacer el bien».

En El tesoro de Franchard el protagonista es el doctor Desprez, un hombre ilustrado y sin hijos. A su mujer le parece bien que, después de atender a un saltimbanqui moribundo, adopten al bondadoso chico que iba con él, Jean-Marie. El doctor dedica sus mejores esfuerzos a educarle y transmitirle sus ideas acerca del mundo. El narrador indica cómo «el médico poseía enteramente el corazón del chico, pero tal vez exagerase su influencia sobre su pensamiento. Desde luego, Jean-Marie adoptó algunas de las opiniones de su maestro, pero todavía está por demostrar que al hacerlo renunciara a alguna de las suyas. Sus convicciones estaban ahí por derecho divino, eran virginales, sin elaborar, como un metal en bruto». Cuando, un día, ambos van a Franchard, que son unas viejas ruinas de una ermita y una capilla, y allí encuentran un gran tesoro, el médico decide que deben irse a vivir a París. Pero, más adelante, el tesoro desaparece.

El narrador dibuja la personalidad del doctor dejando clara su fatuidad, subrayando qué satisfecho de sí mismo está, pero a la vez también acentúa su bondad. Al principio, cuando le dice a su mujer que «un par de egoístas profesos como tú y como yo debería evitar la progenie como una infidelidad», recibe esta respuesta: «¡Desde luego! —dijo ella, echándose a reír—. Eso sí que es típico de ti: apuntarte el mérito de algo que no has podido evitar». En el proceso de formación de Jean-Marie también se indica cómo «jamás se cansaba de oír su propia voz, que dicho sea de paso era muy agradable». Las enseñanzas de Desprez calan en Jean-Marie y avivan más aún su rectitud y desprendimiento naturales con unas consecuencias inesperadas.

Robert Louis Stevenson. Olalla (1885), El tesoro de Franchard (The Treasure of Franchard, 1883), Los juerguistas y otros cuentos y fábulas, Cuentos completos, Barcelona: Mondadori, 2009; 955 pp.; trad. de Miguel Temprano García; ilust. de Alexander Jansson; ISBN: 978-84-397-2212-0. [Vista del libro en amazon.es [5]]