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Conocer a Stevenson (5)

Afirman los biógrafos de Stevenson [1] que hay un momento en su vida en el que decide volver a las novelas juveniles que a él le hicieron disfrutar tanto cuando era niño. En una carta escrita desde los Estados Unidos, en 1880, dice que, cuando pasamos por momentos críticos —y aquellos años habían estado para él llenos de dificultades— lo que deseamos son historias con incidentes, interés y acción, como las de Dumas [2] o de Walter Scott [3]. Esa carta tiene un poco el tono de un manifiesto que, sin él saberlo, anuncia sus obras inmediatas —La isla del tesoro [4], La flecha negra [5], Jardín de versos para niños [6], Secuestrado [7], etc.—, que serán las más populares de su producción y, en muchos sentidos, las mejores. Tiene también los rasgos de una fuerte declaración de principios, o de rechazo de algunas tendencias filosóficas y artísticas que veía en su entorno: en tono amable pero contundente le dice a su interlocutor que se vaya «al diablo con su filosofía».

Por eso dice Chesterton [8] que las principales obras de aventuras de Stevenson podemos verlas como unas novelas de aventuras protagonizadas por un muchacho cuyo nombre no es ni Hawkins ni Balfour, sino Stevenson; o, dicho de otro modo, que su verdadera vida privada se había de buscar no en Escocia o en Samoa sino en La isla del tesoro: porque donde está el tesoro está también el corazón.

Con esa idea de fondo decía que La isla del tesoro, si no fue una novela histórica, sí fue un acontecimiento histórico: fue una rebelión del autor contra el escepticismo pesimista que iba extendiéndose como una marea en los ambientes artísticos y cultos. Fue como si Stevenson se hubiera detenido a pensar y hubiera decidido encogerse de hombros, como con una especie de impaciente cordura, y así mostrar su escepticismo acerca del escepticismo. Fue como si se le despertase el buen sentido de ver que no hay nada que hacer con la Nada, por lo que dejó de mirar hacia delante o hacia fuera, como a cosas más grandes, y en cambio decidió mirar hacia atrás y hacia adentro, a un mundo de cosas más pequeñas y a la felicidad de su infancia, al mundo que le había fascinado de Skelt, unos populares teatrillos de juguete.

En los ambientes en los que se movía Stevenson, volver a revivir viejas aventuras de combate contra piratas malvados fue algo raro y arriesgado: «desde el punto de vista del arte de aquellos días, aquella bandera tenía demasiado de emblema moral». Pero la infancia que había vivido era la idea más aproximada que tenía del Paraíso: «no había santuarios en la fe o en la ciudad de sus padres; no había medios de consagración o de confesión; no había imaginería, salvo en las imágenes sin rostro que habían dejado los iconoclastas», pero en aquellos años de niñez Stevenson había sido muy feliz y, como no había conocido nada mejor, decidió volver con toda sinceridad y sin complejos a ese tipo de relatos. Al hacerlo así, «Stevenson estaba describiendo el reino del cielo y llamándolo Skelt», justo al mismo tiempo que «Zola estaba describiendo todos los reinos del infierno y llamándolos la vida real».

Chesterton se cuidó de advertir que todas estas explicaciones suyas de las obras de Stevenson, y en particular de La Isla del tesoro, estaban hechas con un espíritu de simplificación y de símbolo, y que, desde luego, no pretendía decir que su autor las había escrito con la explícita intención de atacar la filosofía de su tiempo. Pero que, fuera lo que fuera, Stevenson dio testimonio, con una voz que parecía una trompeta, de los profundos deseos que todos los hombres tenemos de recuperar las mejores emociones de la infancia y de vivir conforme a ellas.

G. K. Chesterton. Robert Louis Stevenson (1927), en Obras completas, tomo IV. Barcelona: Plaza & Janés, 1962; col. Los clásicos del siglo XX; trad. de P. Romera. Nueva edición en Valencia: Pre-Textos, y Madrid: Fundación Once, 2001; 148 pp.; col. Letras diferentes; trad. de Aquilino Duque; ISBN: 84-8191-397-9. Edición en la red, en inglés [9].