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El humo de la explosión

Dice Chesterton [1] que, más o menos, todo el mundo conoce la historia de Herodes y la matanza de los Inocentes, pero no todos perciben en ella «la sombra de un gran fantasma gris por encima de su hombro» y no todos se dan cuenta de que aquella fue la manera en que los demonios celebraron a su modo la primera fiesta de Navidad. Y sigue: «A menos que entendamos la presencia de ese enemigo, no sólo perderemos el elemento clave del cristianismo, sino también de la Navidad. La Navidad en el cristianismo se ha convertido en algo que, en cierto sentido, es muy simple. Pero como todas las verdades de esa tradición es, en otro sentido, algo muy complejo. No se trata de una única nota, sino del sonido simultáneo de muchas notas: la humildad, la alegría, la gratitud, el temor sobrenatural y, al mismo tiempo, la vigilancia y el drama. No es un acontecimiento cuya conmemoración sirva a intereses pacifistas o festivos. No se trata sólo de una conferencia hindú en torno a la paz o de una celebración invernal escandinava. Hay algo en ella desafiante, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como los cañones de una batalla que acaba de ganarse. Todo ese elemento indescriptible que llamamos atmósfera de la Navidad se encuentra suspendido en el aire como una especie de fragancia persistente, o como el humo de la explosión exultante de aquella hora singular en las montañas de Judea hace casi dos mil años. Pero el sabor sigue siendo inequívoco y es algo demasiado sutil o demasiado único para ocultarlo con nuestro uso de la palabra paz. Por la misma naturaleza de la historia, los gozos de la cueva eran gozos en el interior de una fortaleza o de una guarida de proscritos. Entendiéndolo correctamente, no es indebidamente respetuoso decir que los gozos tenían lugar en un refugio subterráneo. No sólo es verdad que dicha cámara subterránea era un refugio frente a los enemigos y que los enemigos estaban batiendo ya el llano pedregoso que se situaba por encima de ellos como el mismo cielo. No se trata sólo, en ese sentido, de que las hordas de Herodes podían haber pasado como el trueno sobre el lugar donde reposaba la cabeza de Cristo. Se trata también de que esa imagen da idea de un puesto adelantado, de una perforación en la roca y de una entrada en territorio enemigo. En esta divinidad enterrada se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y los palacios desde los cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio».

G. K. Chesterton. El hombre eterno [2] (The Everlasting Man, 1925). Madrid: Cristiandad, 2004; 348 pp.; trad. de Mario Ruiz Fernández; ISBN 10: 84-7057-488-4.