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LEBLANC, Maurice

Los casos de Lupin tienen acentos folletinescos y, con frecuencia, un tono un poco melodramático. Todos los asuntos en los que se ve involucrado tienen un cierto aire de rompecabezas. Son, a primera vista, imposibles de resolver, pero Lupin lo logra porque es un maestro del disfraz, un atleta excepcional, tiene un pasmosa seguridad en sí mismo y la capacidad de poder imitar a la perfección la letra de cualquiera. La brillantez de sus actuaciones, así como el hecho de que robe a quien lo merece, y que nunca mate ni hiera, hacen que los periódicos y la gente no lo vean como un delincuente sino como un romántico atractivo. Todas sus hazañas tienen una explicación racional: su capacidad para la deducción y el análisis van unidos a una prodigiosa intuición. Por otro lado, no se plantea jamás huir ni siquiera en situaciones extremas como la que se le presenta en «La perla negra»: se dice a sí mismo que, «sí, otro huiría. Pero ¿Arsenio Lupin? ¿No tiene otra cosa mejor que hacer?».

Para dar idea de la clase de héroe folletinesco que es Lupin, dos párrafos de El tapón de cristal.

Uno, sobre «uno de esos instantes que él llamaba “los minutos superiores de la vida”, los únicos instantes que dan a la existencia su valor y su precio. En tales ocasiones, y fuera cual fuese la amenaza del peligro, siempre comenzaba por contar para sí y despacio: “uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…,”, hasta que el latido de su corazón volviera a hacerse normal y regular. Sólo entonces reflexionaba, ¡pero con qué agudeza!, ¡con qué formidable potencia!, ¡con qué profunda intuición de los acontecimientos posibles! Todos los datos del problema se le presentaban a la mente. Lo preveía todo, lo admitía todo. Y tomaba su resolución con toda la lógica y toda la certeza».

Otro, sobre la importancia de su coche: «además de un despacho provisto de libros, papel, tinta y plumas, constituía un verdadero camerino de actor, con una caja completa de maquillaje, un baúl lleno de las ropas más diversas, otro abarrotado de accesorios, paraguas, bastones, pañuelos, anteojos, etc., en una palabra, todo un utillaje que le permitía sobre la marcha transformarse de pies a cabeza».