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PORTIS, Charles

Novela muy amena, que se puede alinear con otras de viaje y persecución; o con las que presentan personajes con fuerte carácter que van de pelea en pelea hasta la reconciliación final. La reconstrucción ambiental es buena y el argumento es, en sí mismo, sencillo, pero tiene una extraordinaria introducción al conflicto y una magnífica presentación de los protagonistas. Son excelentes los diálogos y están bien elegidos esos elementos que aparecen en el relato al principio y cumplen una función importante llegado el momento: como el pistolón que Mattie lleva o las piezas de oro que tenía su padre.

Pero, sin duda, lo que vuelve inolvidable la historia es la voz narrativa: sentenciosa —«nunca se sabe lo que hay en el corazón de un hombre»—, segura de sí misma —«nunca he sido de las que se arredran ni escurren el bulto cuando se presenta una tarea desagradable»—, insolente —«a mí me avergonzaría vivir en medio de toda esta mugre», le dice a Rooster, «si yo oliese tan mal como usted, no viviría en una ciudad, sino que me iría a lo alto del monte Magazin, donde solo ofendería a los conejos y las salamandras»—, que presume de buena cristiana —«los buenos cristianos no flaquean ante las dificultades» le dice a un tratante de caballos, que le responde: «ni tampoco van en busca de ellas. Los buenos cristianos no son ni testarudos ni presuntuosos»—, pero que tiene un feroz afán de venganza —«¡no descansaría tranquila hasta que aquel canalla de Louisiana estuviese asándose y aullando en el infierno!»—.

Una medicina enérgica

Al llegar a Fort Smith, Mattie presencia la ejecución de tres tipos a los que había enviado a la horca el juez Isaac Parker. A él se refiere con el siguiente comentario:

«El juez era un hombre alto y corpulento, con ojos azules y barbita de chivo. A mí me pareció viejo, aunque por aquel entonces solo contaba unos cuarenta años. Sus modales eran severos. En su lecho de muerte solicitó un sacerdote y se convirtió al catolicismo, que era la religión de su esposa. Eso fue asunto suyo, y yo no tengo por qué meterme en ello. Si ustedes hubieran sentenciado a muerte a ciento sesenta hombres y presenciado la ejecución de ochenta de ellos, quizá en el último minuto habrían sentido la necesidad de una medicina más enérgica que la que los metodistas podían proporcionar. Eso es algo que da que pensar. Hacia el final dijo que él no había ahorcado a todos aquellos hombres, que la ley lo había hecho. En 1896, cuando el juez murió de hidropesía, los encarcelados allá abajo, en aquellos lúgubres calabozos, celebraron una «fiesta», y los carceleros tuvieron que intervenir para silenciarlos.

Citas bíblicas como martillos

Dos párrafos sobre la querencia de la narradora por contar las cosas como respondiendo a preguntas de sus posibles interlocutores, y por dar autoridad a sus opiniones con citas bíblicas.

En uno dice: «He visto algunos caballos y gran cantidad de cerdos que, a mi parecer, albergaban malas intenciones. Iré incluso más lejos y diré que todos los gatos son malvados, aunque a menudo resulten útiles. ¿Quién no ha visto al diablo en sus taimados rostros? Algunos predicadores dirán que bueno, que eso son supersticiones. Y yo contesto: predicador, coge tu Biblia y lee a Lucas 8,26-33».

En otro, hablando de su creencia en la predestinación, afirma: «Confieso que es una doctrina dura y que va en contra de nuestras terrenales ideas sobre el juego limpio, pero no veo forma de rebatirla. Lean la primera epístola a los Corintios (6, 13) y la segunda a Timoteo (1, 9-10). Y también la primera de san Pedro (1, 2; 19, 20), y a los Romanos (11, 7). Ahí tienen. Eso satisfizo a Pablo y a Silas y me satisface a mí. Y también les ha de satisfacer a ustedes».