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SOMMER-BODENBURG, Angela

El éxito de la serie que comenzó con El pequeño vampiro —más de una veintena de títulos—, tiene una primera razón: la autora ha logrado crear unos personajes bien definidos y contar sus andanzas con naturalidad y chispa. A muchos lectores pequeños les resulta fácil identificarse con las reacciones de Anton, tanto ante las actuaciones extrañas de los vampiros como ante la búsqueda de aclaraciones por parte de sus padres; quedan enganchados por los pequeños relatos que se cuentan o esbozan al hilo de la historia; y les hacen gracia esa clase de comentarios sobre suciedad o guarrería que abundan en el relato.

Otra explicación es de carácter general y se puede cifrar en el interés real que los chicos sienten por los argumentos de miedo ficticio, por más que tal deseo contraríe muchas veces a los adultos-educadores. Que siempre hay una gran demanda para esta clase de relatos quedó patente cuando, a principios de los noventa, se vendieron por millones distintas series de novelitas de terror para niños, inferiores en calidad a éstas, pero que tratan sobre los mismos tópicos.

Los otros libros de la serie que conozco, además del primero, se apoyan en los mismos puntos: relaciones no siempre fáciles entre Anton y Rüdiger, enamoramiento infantil de Anna y Anton, padres que no se aclaran mucho, comportamiento turbulento del hermano de Rüdiger… Creo que ninguno aporta cosas nuevas respecto al primero, aunque debo reconocer que mi opinión viene condicionada por un cierto prejuicio general hacia las novelas y novelitas góticas, normalmente muy artificiosas y con frecuencia enfermizas e insanas.

El acento en lo humorístico relativiza las objeciones de algunos adultos en relación a que los padres de Anton no salen muy bien parados y, como consecuencia, que Anton les mienta todo el tiempo para ocultarles qué sucede. Más aún, quizá el triste comentario de Anton a Rüdiger —«mi familia es completamente normal […]. Mi padre trabaja en una oficina, mi madre es profesora, hermanos no tengo…, puedes imaginarte lo aburrida que es nuestra casa»—, les aclare por qué un niño puede aficionarse a este tipo de historias.

Con todos los sentidos

Angela Sommer describe lo que ocurre apelando a todos y cada uno de los sentidos del lector. A punto de tropezarse con Rüdiger, se nos cuenta que «Anton oyó un extraño crujido que parecía venir de la ventana. Y de pronto creyó ver detrás de las cortinas una sombra que se perfilaba en la clara luz de la luna. Muy lentamente, temblándole las rodillas, se aproximó de puntillas. El extraño olor se hizo más fuerte; olía como si alguien hubiese quemado una caja de cerillas entera»… Y si en ese breve párrafo ya entran en juego el oído, la imaginación, la vista, el olfato…, les llegará el turno al tacto y al sabor cuando, pocos párrafos después, Anton y el pequeño vampiro acaban enzarzados en una pelea: «Anton chocó precisamente con la bolsa de los ositos de goma que estaba delante de su cama y éstos rodaron por la alfombra. El vampiro soltó una estruendosa carcajada. Sonó como un trueno. […] Se metió un osito de goma en la boca y lo masticó de un lado a otro durante un rato. De repente lo escupió, lanzándolo en un arco elevado, y empezó a dar graznidos y a toser».

El colmillo de las pequeñas vampiras

Al final del relato tiene lugar un diálogo que podríamos calificar de clásico en los libros infantiles de las últimas décadas. Sucede cuando Anna está cenando con los padres de Anton y les dice que, a veces, se pelea con su hermano porque tiene unas opiniones algo anticuadas.

«—Ah, ¿sí? ¿Y en qué cosas?

—Ah, en todas las que se refieren a chicas. Afirma que los chicos son más valientes que las chicas.

—¿Y no lo son? —preguntó el padre.

—¿Cómo dice? —siseó Anna—. ¿Acaso usted también es uno de ésos?

Su rostro se había puesto rojo de indignación.

—Bueno —se defendió el padre—, debes admitir que la mayoría de las chicas prefieren llevar bonitos vestidos a trepar por los árboles y ensuciarse.

—¿Qué? —exclamó Anna—. ¡Eso no es verdad! ¿Por qué las chicas llevan bonita ropa? ¡Porque sus madres se la han puesto! ¿Y por qué no trepan a los árboles? ¡Porque les prohíben mancharse la ropa!»

Ya se ve que Anna, a quien no le han salido todavía los dientes de vampiro y que por tanto debe alimentarse aún de leche, tiene sin embargo unos colmillos dialécticos más que notables.