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MWANGI, Meja

El autor vivió su infancia en el ambiente y en la época que describe, lo que comunica verosimilitud tanto a sus descripciones ambientales como a la tensión que su protagonista percibe aunque no comprenda del todo. El relato es emocionante y se sigue con interés creciente pues resulta fácil identificarse con los problemas de Kariuki, una voz narrativa ingenua y amable que resulta convincente. La tensión política que actúa como telón de fondo de la novela cumple su función de catalizador de los acontecimientos: no hay ningún intento, por parte del autor, de insistir en la justicia o no de la lucha por la independencia. Se ve que su deseo es, simplemente, contar bien su relato que, por cierto, finaliza de forma conmovedora y realista.

Tiene gracia y es instructiva la relación entre Nigel y Kariuki. El comportamiento del chico urbano que, al entrar en el bosque, le habla de un tipo llamado Tarzán y a la vez desconoce la peligrosidad de los animales, le suena cómico al chico keniano; o le impacienta, como cuando deben volver a casa y Nigel se preocupa por los perros: «yo le dije que, en vez de por ellos, que se preocupara por nosotros mismos, que estábamos a varias millas de casa y estaba oscureciendo. Pero él venía de una tierra donde los perros importaban más que los hombres, parecía». También se aprecia que algunas actitudes de brusquedad o exigencia, o incluso de violencia, en la educación de Kariuki, no impiden que sus relaciones familiares sean afectuosas; y, por supuesto, queda claro que no lo dicen todo, ni mucho menos, sobre la bondad o maldad de los educadores: ¿es mejor un abuelo como el de Nigel, que a él nunca le pega, o un padre como el de Kariuki, que a la mínima le sacude…?