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GÁNDARA, Alejandro

Relato con un punto de partida semejante al de El hacha [1], de Gary PAULSEN [2]. Tiene calidad, está bien trabado, la tensión se mantiene, y las disquisiciones del narrador son las justas aunque van más dirigidas a los padres que a los chicos. Cuando ha de hacer frente a la situación, el protagonista declara que «tenía miedo al miedo de los niños. Y tenía miedo de que vieran mi miedo»; que le asusta su hija Carlota, pues «tiene un talento especial, como su madre, para ver la debilidad, sobre todo cuando es mía». Ésta es una de las cuestiones que se trata con agudeza: las mentiras a sí mismos de padres que son conscientes de su incoherencia y de su falta de generosidad con los hijos.

A lo largo de sus penalidades, el «pobre tipo» reconoce que su trabajo siempre ha sido su refugio: «Lo único que he hecho en mi vida es esconderme de ellos con el pretexto de que tenía que escribir o hacer cualquier otro trabajo. […] Mi propia familia se fue convirtiendo también en una fiera de la que tenía que escapar, que me daba miedo». En un momento dado, intenta explicar a sus hijos que es normal que la gente mayor se separe, dice, «y eso, además, no tiene nada que ver con los hijos», les aclara. Nadie responde a tal incoherencia, pero es reveladora una confesión explícita: «Yo nunca he sabido jugar con nadie, ni querer, ni ninguna otra cosa que no fuera estar metido en mi despacho».